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La crisis actual de la eucaristía es un hecho innegable; y no de la última década, sino de hace mucho tiempo. La pregunta fundamental que es necesario hacerse creo que es: ¿La eucaristía es un rito inútil, o el sacramento más rico de la Iglesia, sacramento del despertar y del compromiso?
Ya antes del Vaticano II, la Misa de los domingos y festivos “de precepto” se había ido convirtiendo para mucha gente en una pesada carga, más que un encuentro gozoso; lo importante era “cumplir” con el precepto dominical. Con el Concilio, la Eucaristía pasó de ser un rito sacrificial ante Dios, que se ofrece a Dios -representado en la solemnidad del retablo del altar; un rito del cura de espaldas al pueblo-, a ser un encuentro de la comunidad con Dios: eucaristía como mesa de la palabra y mesa del pan; una celebración participativa de todo el pueblo. De una Iglesia clerical/autoritaria, quería pasarse a una Iglesia de comunión, a imagen de la comunión trinitaria: unidad en la diversidad y en el amor. Aunque esto fue en la mayor parte de las parroquias sólo un desideratum no cumplido, excepto pequeños cambios. Desgraciadamente, a pesar de la apuesta conciliar, gran parte de las misas parroquiales eran y son cualquier cosa menos celebraciones vivas, alentadoras de la fe, conectadas con la vida de cada día... Ritualismo muerto o puro manierismo, con prédicas infumables cuando no contraproducentes.
No extraña el vertiginoso descenso de la práctica en la celebración de la eucaristía. Una crisis que tiene que ver, más que con una crisis de formas litúrgicas -aunque también– con una crisis de fe, seguramente necesaria; cambios en la concepción de Dios, la cristología, la eclesiología, la teología de los sacramentos...
Esta crisis se manifiesta, por un lado, en la legión de hombre y ya de mujeres en los que parece dominar la indiferencia religiosa; o que, en todo caso, ya no tienen la motivación social para ir a misa cada domingo.
Por otra, mientras algunos católicos siguen yendo a misa tragando lo que les echen los curas, los más inquietos/as ya no se encuentran a gusto en ella –ni incluso en las menos malas– y la han ido abandonando. Para estos/as últimos/as, ya no se trata de que la eucaristía se haga mejor o peor, sino de que la participación asidua fue perdiendo sentido para ellos/as. Si acaso, la encuentran en la participación esporádica en pequeños grupos, huyendo de todo lo que suponga obligación. Entre estos últimos –los de un cristianismo más comprometido– y los primeros o segundos –los indiferentes o con un cristianismo más light– puede haber un común denominador que podría ser la frase: “Yo voy a misa cuando me apetece”. A lo que acostumbro contestar: “Cuando me apetece me tomo un pelado; pero lo que es importante para mí lo hago cuando me apetece y también cuando no”.
Sin juzgar las razones personales de cada uno, el problema puede tener que ver con la trivialización de la Eucaristía. Ésta habría perdido su profundo valor, como manifiesta una expresión que también se oye mucho: “Lo importante no es ir a misa, sino ser buena persona y ayudar a la gente”. Lo cual es en parte cierto, pero... una cosa no quita a la otra; e incluso la eucaristía puede ser un poderoso incentivo para el compromiso con la gente y con el mundo. Quizás, en la búsqueda de la eficacia, muchos olvidaron el sentido y la importancia del rito y su necesidad para la vivencia religiosa y existencial; como le decía el zorro al Principito.
“- Que es un rito?, dijo el Principito.
- Es una cosa demasiado olvidad, dijo el zorro. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días” (Antoine de Saint-Exupéry, El Principito).
La recuperación de la práctica da Eucaristía tendrá que venir no sólo de hacer unas eucaristías más participativas, más dignas y más preparadas, conectadas con la vida, con unos ritos y lenguajes renovados. Deberá venir, también, de redescubrir el profundo sentido y significado de la eucaristía y de sus ritos. Un sentido que no es sólo subjetivo y personal, sino que tiene unos valores objetivos, una conexión con el Misterio que se ha ido diluyendo con la perspectiva cientifista de las sociedades actuales. Panikkar decía hace ya cuarenta años: “Si el culto es un aditamento del ser humano, algo que se puede hacer o dejar de hacer porque no pertenece al núcleo mismo de su vida, si no es ontológicamente constitutivo del mismo ser humano, se abandonará cuando no se consiga la liturgia que se quiere o se fracase en la reforma” (Culto y secularización. Apuntes para una antropología litúrgica, Madrid 1979).
Dándole un giro al título de un viejo libro de González Ruiz, podríamos decir que la Eucaristía es gratuita pero no superflua (Dios es gratuito, pero no superfluo, Madrid 1970). Si malo es caer en la obligación autoritaria de la Misa como devoción necesaria para salvarse –con las inútiles penas condenatorias-, tampoco es bueno abandonarla porque “no sirve” para nada; esto es otro utilitarismo. Habrá, más bien, que contemplar el sentido profundo de la celebración cristiana; particularmente de la Eucaristía comunitaria en el Día del Señor. Y –como decía otro de los teólogos de aquellos años–descubrir que la Misa no es superflua “porque sin los símbolos y los ritos, sin la oración y el culto, la dimensión más profunda de la fe quedaría sin posibilidad de expresión y, por tanto, de progreso” (J. Llopis, La inútil liturgia, Madrid 1972).
Es aquí donde entre la necesidad de recuperar la eucaristía como “movimiento de la igualdad y comunión que Cristo hace fermentar en el mundo y en la historia, verdadero remedio para la crisis del mundo”, que dice Arturo Paoli (Pan y vino, tierra. Del exilio a la comunión, Santander 1980); como “memoria subversiva” de la entrega amorosa del Dios encarnado. Y como encuentro privilegiado con el Misterio de Dios escondido en el mundo y en el encuentro con los hermanos; símbolo del misterium coniuntionis de Dios, el ser Humano y el Mundo (R. Panikkar); sacramento de la no-dualidad, sacramento por excelencia del despertar (H. Le-Saux, La montée au fond du cœur, París 1986). Seguiremos con esto en el próximo post.
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