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"Mientras una bomba valga más que un abrazo, estaremos perdidos"
El Evangelio para los cristianos, quizá o seguramente también para los no cristianos, es un espejo implacable: refleja lo que es humano y denuncia lo que es inhumano.
- Si un proyecto aplasta al inocente, es inhumano.
- Si una ley no protege al débil, es inhumana.
- Si un beneficio crece sobre el dolor de quienes no tienen voz, es inhumano.
Y si no se quiere hacerlo por Dios, se puede hacer al menos por ese poco de humanidad que aún nos mantiene en pie.
Cuando los cielos se llenan de misiles, basta mirar a los niños que cuentan los agujeros en el techo en lugar de las estrellas. Basta mirar al soldado de veinte años enviado a morir por un eslogan. Basta mirar a los cirujanos que operan en la oscuridad en un hospital destrozado.
El Evangelio no acepta comunicados «técnicos». Despelleja toda la pintura de la patria o los intereses y nos deja ante la única realidad: carne herida, vidas rotas, inhumanidad, horror, desolación, muerte.
- No llamamos «daños colaterales» a las madres que excavan entre los escombros.
- No llamamos «interferencias estratégicas» a los jóvenes a los que se ha robado el futuro.
- No llamamos «operaciones especiales» a los cráteres que dejan los drones.
Podemos incluso quitar el nombre de Dios si nos da miedo; lo podemos llamar conciencia, honestidad, vergüenza. Pero hay que decir en voz alta: la guerra es el único negocio en el que invertimos nuestra humanidad para obtener cenizas. Cada bala ya está prevista en las hojas de cálculo de quienes ganan con los escombros. El ser humano muere dos veces: cuando explota la bomba y cuando su valor se traduce en beneficio.
"Hay que decir en voz alta: la guerra es el único negocio en el que invertimos nuestra humanidad para obtener cenizas"
Mientras una bomba valga más que un abrazo, estaremos perdidos. Mientras las armas dicten la agenda, la paz parecerá una locura. Por lo tanto, es hora de apagar los cañones. De silenciar los titulares bursátiles que crecen sobre el dolor. De devolver al silencio el amanecer de un día que no manche de sangre las calles.
Todo lo demás —fronteras, estrategias, banderas hinchadas por la propaganda— es niebla destinada a desaparecer. Solo quedará una pregunta: ¿He salvado o he matado a la humanidad que se me había confiado?
Que la respuesta no sea otra sirena en la noche.
Es tiempo de convertir los planes de batalla en planes de siembra, los discursos de poder en discursos de cuidado. Es hora de sentarnos junto a las madres que rebuscan entre los escombros para salvar un peluche: descubriremos que la estrategia suprema es impedir que un niño pierda su infancia. Es momento de recordar a cada paso que nadie se salva solo y que el único camino seguro es llevar a cada hombre a casa sano de cuerpo y alma.
"Es hora de apagar los cañones"
A nosotros nos corresponde el deber de no rendirnos. La paz brota en el salón, en un sofá que se alarga; en la cocina, en una olla que se duplica; en la calle, en una mano que se tiende. Gestos humildes, obstinados: «tú vales» susurrado a quienes el mundo descarta.
La semilla de mostaza es minúscula, pero se convierte en árbol. Así es el Evangelio: duro como la piedra, tierno como el primer balido. Exige una elección clara: constructores de vida o cómplices del mal. No hay terceras vías.
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