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Un día la historia apasionante de los hombres terminará, como termina inevitablemente la vida de cada uno de nosotros. Los evangelios ponen en boca de Jesús un discurso sobre este final, y siempre destacan una exhortación: «vigilad», «estad alerta», «vivid despiertos». Las primeras generaciones cristianas dieron mucha importancia a esta vigilancia. El fin del mundo no llegaba tan pronto como algunos pensaban. Sentían el riesgo de irse olvidando poco a poco de Jesús y no querían que los encontrara un día «dormidos».
Han pasado muchos siglos desde entonces. ¿Cómo vivimos los cristianos de hoy?, ¿seguimos despiertos o nos hemos ido durmiendo poco a poco? ¿Vivimos atraídos por Jesús o distraídos por toda clase de cuestiones secundarias? ¿Le seguimos a él o hemos aprendido a vivir al estilo de todos?
Vigilar es antes que nada despertar de la inconsciencia. Vivimos el «sueño» de ser cristianos cuando, en realidad, no pocas veces nuestros intereses, actitudes y estilo de vivir no son los de Jesús. Este «sueño» nos protege de buscar nuestra conversión personal y la de la Iglesia. Si no «despertamos», seguiremos engañándonos a nosotros mismos.
Vigilar es vivir atentos a la realidad. Escuchar los gemidos de los que sufren. Sentir el amor de Dios a la vida. Vivir más atentos a su presencia misteriosa entre nosotros. Sin esta sensibilidad no es posible caminar tras los pasos de Jesús.
Vivimos a veces inmunizados a las llamadas del evangelio. Tenemos corazón, pero se nos ha endurecido; tenemos oídos, pero no escuchamos lo que Jesús escuchaba; tenemos ojos, pero no vemos la vida como la veía él, ni miramos a las personas como él las miraba. Puede ocurrir entonces lo que Jesús quería evitar entre sus seguidores: verlos como «ciegos conduciendo a otros ciegos».
Si no despertamos, a todos nos puede ocurrir lo de aquellos de la parábola que todavía, al final de los tiempos, preguntaban: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o extranjero, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel, y no te asistimos?»
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