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"No tenemos que dejar de ser humanos para ser de Dios"
Hay quienes viven la religión como «desde fuera». Pronuncian rezos, asisten a celebraciones religiosas, oyen hablar de Dios, pero se limitan a ser «espectadores». Como dice el pensador francés Marcel Légaut, lo viven todo desde una «representación extrínseca» de Dios. No «entran» en la aventura de encontrarse con Dios. Se quedan siempre a cierta distancia.
Sin embargo, Dios está en lo íntimo de cada ser humano. No es algo separado de nuestra vida. No es una fabricación de nuestra mente, una representación medio intelectual o medio afectiva, un juego de nuestra imaginación que nos sirve para vivir «ilusionados». Dios es una presencia real que está en la raíz misma de nuestro ser.
Esta presencia no es evidente. No se capta como se captan otras cosas más superficiales. Se la percibe en la medida en que uno se percibe a sí mismo hasta el fondo. Su misterio es tan inalcanzable como lo es el misterio de cada ser humano. Dios se me hace presente cuando me hago presente a mí mismo con verdad y sinceridad. No es posible entrar en la experiencia de Dios si uno vive permanentemente fuera de sí mismo.
Sin esta apertura interior a Dios no hay fe viva. La voz de Dios comenzamos a escucharla cuando escuchamos hasta el fondo nuestra verdad. Dios actúa en nosotros cuando le dejamos activar lo mejor que hay en nuestro ser. Toma cuerpo en nuestra existencia en la medida en que lo acogemos. Su presencia se va configurando en cada uno de nosotros adaptándose a lo que le dejamos ser.
Lo humano y lo divino no son realidades que se excluyen mutuamente. No tenemos que dejar de ser humanos para ser de Dios. Lo humano es «la puerta» que nos permite «entrar» en lo divino. De hecho, las experiencias más intensas de comunicación, de amor humano, de dolor purificador, de belleza o de verdad son el cauce que mejor nos abre a la experiencia de Dios.
No es extraño que el evangelio de Juan presente a Cristo, Dios hecho hombre, como la «puerta» por la que el creyente puede entrar y caminar hacia Dios. En Cristo podemos aprender a vivir una vida tan humana, tan verdadera, tan hasta el fondo, que, a pesar de nuestros errores y mediocridad, nos puede llevar hacia Dios. Pero hemos de escuchar bien la advertencia del evangelista. La Palabra de Dios «vino al mundo», y el mundo «no la conoció»; «vino a su casa», y «los suyos no la recibieron».
Natividad del Señor – B (Juan 1,1-18)
25 de diciembre
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