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Pentecostés
Hoy, solemnidad de Pentecostés, concluyen los cincuenta días del tiempo pascual. En esta celebración recordamos el día en que los discípulos de Jesús, presididos por Pedro, recibieron el Espíritu Santo y empezaron a anunciar el misterio de la vida, pasión, muerte y resurrección del Señor.
Este mismo Espíritu que recibieron los apóstoles sigue presente en nuestras vidas y nos regala sus dones. Durante la catequesis de preparación al sacramento de la confirmación, la Iglesia nos da a conocer los siete dones del Espíritu: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Quisiera referirme hoy a tres de ellos: el don de sabiduría, el don de fortaleza y el don de temor de Dios.
El don de sabiduría nos ayuda contemplar la realidad con la mirada y el criterio de Dios. Este es el don que Dios concedió a Salomón cuando el Señor, en un sueño, le pidió qué era lo que más deseaba. Salomón no dudó: un corazón atento, sabio e inteligente para poder llevar a cabo la misión de rey que Dios le había confiado (cf. 1Re 3,5-15). Si acogemos este don con fe, seremos capaces de ver signos de la presencia de Dios en nuestra vida de cada día, de descubrir cómo Dios nos ama y de aprender a valorar a nuestros hermanos, especialmente a los más pequeños y vulnerables.
Todos podemos pasar por situaciones difíciles en nuestra vida, momentos en los que parece que tocamos fondo. En esos momentos pidamos al Señor el don de fortaleza y, tal como nos dice el apóstol Pablo, el Espíritu vendrá a ayudarnos en nuestra debilidad (cf. Rom 8,26). Este don nos libera de nuestros miedos y nos da fuerzas para permanecer fieles al mensaje de Jesús en nuestra vida cotidiana. El papa Francisco solía aconsejarnos que, en momentos de gran dificultad, nos dijéramos con fe: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4,13). Nunca nos abandona la mano amorosa del Espíritu de Dios.
Del Espíritu Santo recibimos también el don del temor de Dios, que no significa tener miedo de Dios. Gracias a este don reconocemos con humildad lo pequeños que somos ante Dios. Nos sentimos en paz y protegidos como un niño en brazos de su madre. El temor de Dios es tener la certeza que Él es un padre que nos protege. Así queda recogido en el Salmo: «El ángel del Señor acampa en torno a quienes lo temen y los protege» (Sal 33,8).
Queridos hermanos y hermanas, el Espíritu Santo es el mejor regalo de Dios. Pidamos al Espíritu Santo que sane nuestras heridas, que sea una fuente de vida, paz y consuelo. Espíritu divino, ayúdanos a disipar nuestros miedos para que anunciemos con alegría la buena noticia de Jesús a nuestros hermanos.
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