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“Todo es dinero”, dijo en su homilía el representante episcopal ante una concurrencia envejecida y atemorizada, cansada y mermada. Se habían reunido durante la semana con él para contarle que las cosas en la parroquia estaban regular tirando a mal.
El miedo al coronavirus había puesto sus tiendas entre la gente mayor y los que no lo parecían tanto. El frío en un edificio viejo y sin calefacción, la escasez de recursos para calentar el templo y la necesidad de abrir puertas y ventanas para espantar el coronavirus y el temor a contagiarse.
Todo ello sin tener en cuenta el tremendo agujero en el falso techo de la iglesia que ocupaba el lateral del presbiterio y se alargaba como un oscuro presagio sobre los primeros bancos que venía ocupando el coro parroquial.
Ese boquete había robado al sagrario, al Cristo y a la imagen de la patrona la primera mirada de los feligreses al entrar a misa. El destrozo se produjo por la falta de cimientos apropiados en una construcción con muy poca inversión en un barrio pobre hace más de medio siglo, cuando el polígono industrial era un imán que atraía a las gentes de los pueblos manchegos y extremeños hasta las periferias del sur de la capital.
“Todo es dinero”, dijo el representante de la máxima autoridad diocesana al terminar su homilía con la que pretendía animar a la asamblea. Y una voz, al fondo, le contestó con un susurro atronador: “No estoy de acuerdo”. Se hizo un silencio incómodo. Pero la misa continuó.
Al salir busqué al disconforme. Le metí el dedo en la boca y soltó por ella un argumentario tan sólido como los cimientos que hubiera necesitado esa parroquia de ladrillo que estaba agrietándose por la base y que, más pronto que tarde, acabará cayendo por su propio peso.
Me habló de un establo, de pescadores, de prostitutas y de una oveja descarriada, de la fortaleza en la debilidad, del milagro de los últimos, de apostar por los que no tienen quien apueste por ellos. Me recordó que las cosas más importantes de la vida no son cosas y que no hay nada tan valioso como lo inútil. Ni siquiera el dinero. Y le quitó la tilde a mi amén.
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