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Chile: lo que está en juego para la Iglesia ante un gobierno de ultraderecha
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Este 14 de diciembre, más de quince millones de personas volverán a decidir el rumbo político de Chile en un balotaje marcado por el miedo, el agotamiento social y la sensación de estar ante una encrucijada histórica.
Una de las dos posibilidades es que José Antonio Kast —abanderado de la ultraderecha y militante del Movimiento Apostólico de Schoenstatt— se imponga en las urnas. Para la Iglesia chilena, este escenario supondría una tensión inédita: una cercanía ideológica en temas valóricos, pero también una divergencia profunda en materias sociales, humanitarias y pastorales, especialmente en la cuestión migratoria.
Afinidad que no es un cheque en blanco
El episcopado chileno coincide con Kast en asuntos como la defensa de la vida, el rechazo al aborto y la protección de la familia tradicional. Pero tampoco es un secreto que una parte significativa de los obispos siente afinidad con el ideario ultraderechista del candidato y que el anticomunismo arraigado en su ADN marca su lectura política.
Sin embargo, esta sintonía no garantiza una relación armónica entre Gobierno e Iglesia. La razón es clara: la doctrina social católica no admite políticas que vulneren la dignidad de las personas ni acepta una visión meramente punitiva del ser humano.
En noviembre último, una carta del arzobispo de Concepción, Sergio Pérez de Arce, publicada en El Mercurio, marcó un punto de inflexión. Frente a la propuesta de Kast de que quienes están en situación irregular “se vayan ahora o serán expulsados”, el arzobispo respondió con contundencia: “¿Puede la sociedad chilena dar como única solución: o te vas o te echamos? No es humano, no es racional, no es evangélico”. No fue solo un juicio moral. Fue un recordatorio de que la Iglesia debe custodiar la dignidad humana incluso cuando el poder político avanza en sentido contrario.
La experiencia internacional
Lo ocurrido en otros países gobernados por la ultraderecha ofrece un patrón que merece atención. Cuando la derecha radical llega al poder, la Iglesia suele coincidir en valores tradicionales, pero entra en conflicto en políticas migratorias y en la reducción del Estado social.
En Estados Unidos, por ejemplo, los obispos se opusieron “casi por unanimidad” a las deportaciones masivas impulsadas por Donald Trump, denunciando la “denigración de inmigrantes”.
En Hungría, Viktor Orbán levantó la bandera de una “Europa cristiana”, pero al mismo tiempo mantuvo un cierre férreo de fronteras. En su visita a ese país, el papa Francisco calificó de “triste” que una nación mantenga “puertas cerradas” y llamó a construir comunidades “nunca excluyentes”.
En Italia, tanto Matteo Salvini como Giorgia Meloni enfrentaron críticas de la Conferencia Episcopal Italiana por criminalizar la solidaridad y bloquear puertos a refugiados. El propio Francisco fue tajante: “La exclusión de migrantes es criminal y pecaminosa”.
En Brasil, 152 obispos denunciaron que el gobierno de Jair Bolsonaro impulsaba “una economía que mata” y propiciaba una “tempestad perfecta” de devastación social y ambiental.
Y en la Argentina de Javier Milei, la Iglesia tuvo que responder con prudencia y firmeza ante un discurso abiertamente agresivo y ultraliberal, especialmente por sus ataques iniciales al papa Francisco y por su desdén hacia la justicia social. El arzobispo de Buenos Aires, Jorge García, mantuvo una postura crítica en actos solemnes, como el Te Deum por la Patria, y fortaleció la cohesión interna con los curas villeros.
La tendencia es clara: cuando la Iglesia toma en serio su misión social, la distancia con gobiernos de ultraderecha crece rápidamente, incluso si existe cercanía cultural o moral.
Qué podría ocurrir en la Iglesia chilena
Si Kast triunfa, la Iglesia católica en Chile enfrentará un escenario marcado por tres tensiones decisivas.
La primera es la pastoral de los migrantes. Aunque el candidato moderó su discurso tras la carta del arzobispo de Concepción y aseguró que no aplicaría expulsiones masivas sino “invitaciones” a dejar el país, su programa mantiene un enfoque de control y desconfianza.
Eso obligaría a la Iglesia —a través de Cáritas, INCAMI, el Servicio Jesuita a Migrantes, la Parroquia Latinoamericana, las diócesis fronterizas y múltiples comunidades religiosas— a intensificar su trabajo de acogida, defensa y albergue.
Y si las medidas estatales resultan más duras de lo anunciado, sería esperable que la Iglesia chilena reactive su dimensión samaritana institucional, tal como lo hizo en momentos críticos de la historia: durante la Revolución de 1891 y, sobre todo, hace cincuenta años con la Vicaría de la Solidaridad. Esa memoria ética pesa, y volvería a pesar.
La segunda tensión es la unidad interna de los católicos. Un gobierno de Kast profundizaría inevitablemente las divisiones dentro de la Iglesia, algo que debería preocupar a la jerarquía. Mientras parte del laicado celebraría el giro conservador, otro sector —especialmente en el mundo popular y en las periferias pastorales— vería en este proyecto un retroceso ético y social.
La tentación de instrumentalizar políticamente la fe es real. Por eso, la Iglesia deberá insistir en que la coherencia cristiana exige defender tanto la vida del no nacido como la vida del migrante, del pobre y del descartado. Seguir fielmente las enseñanzas de León XIV bastaría para mantener la brújula.
La tercera tensión es la independencia profética. Con Kast podría existir una relación institucional fluida con el Estado, e incluso fortalecerse protecciones como la objeción de conciencia, la libertad de culto (como ha dicho al mundo protestante) o la educación religiosa y “sin ideologías”.
Pero el desafío mayor será resistir la tentación del silencio cómodo. La historia chilena ya enseñó los costos de esa ambigüedad y también mostró lo contrario: cuando la Vicaría de la Solidaridad defendió a los perseguidos de Pinochet, la Iglesia recuperó su autoridad moral. El riesgo que se viene no será la persecución —ojalá— sino que la complacencia.
La disyuntiva es clara: acompañar sin cuestionar a un gobierno afín o seguir el mandato evangélico de colocar a los pobres y migrantes en el centro, como insisten Francisco y León XIV. No será un dilema teórico, sino un examen moral cotidiano.
En cualquier caso, lo que ocurra este domingo será lo que la ciudadanía decida. Lo que vendrá después es una historia que está por escribirse, también para la Iglesia.
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