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"Es claro que no estamos en tiempos de la vida como relato"
Por estos días, dos noticias me han hecho recordar esta expresión de Guissani, para expresar la ausencia de Cristo en medio de la sociedad, pero particularmente, en medio de los cristianos.
La primera se refería a la constante sangría de católicos. Según las estadísticas reflejadas en las últimas encuestas hechas en el país (Costa Rica), hoy se declara católica la mitad de la población, apenas un 50%, no hace más de 20 años, los datos hablaban de un 90% o más. No es que se hayan hecho cristianos evangélicos, simplemente han quedado en nada, no declaran credo religioso.
La segunda hacía referencia al violento descenso de la tasa de natalidad que ha experimentado la población costarricense. Según las estimaciones del Centro Centroamericano de la Población de la Universidad de Costa Rica, las proyecciones indican que la población costarricense comenzará a disminuir en el 2050, dado que la tasa de natalidad es de 1,4 hijos por madre, la más baja de toda América Latina continental.
Y sin embargo, Costa Rica, según el Informe Mundial de la Felicidad, publicado por la iniciativa Red de Soluciones para un Desarrollo Sostenible de la ONU, aparece como el país mejor posicionado de América Latina ( más allá de que estemos o no de acuerdo con estos informes).
¿Qué relación tiene estos tres datos entre sí? Manifiestan una profunda metamorfosis cultural, que plantea a todos unas profundas interrogantes.
A los cristianos, nos pone de frente a un dato: felicidad y cristianismo, no están vinculados evidentemente. Soy feliz en Costa Rica, sin necesidad del cristianismo; la pregunta que surge es: ¿cómo hemos presentado la vida cristiana?, ¿qué carga de normas, ritos y prohibiciones sin vinculación con la libertad llevan escuchando los fieles por años, como para que el abandono del catolicismo sea sinónimo de felicidad y libertad?
El segundo dato del descenso de la natalidad, es claramente una paradoja ¿cómo un país en el que los indicadores manifiestan un bienestar relativo en la población, y cuya autopercepción es de felicidad y bienestar, renuncia a la comunicación de la vida? Es aquí donde claramente nos enfrentamos a una mutación cultural.
El cristianismo fue la irrupción del otro como camino para el yo. La irrupción del prójimo/próximo, explicada con particular belleza en la parábola del Buen Samaritano, pasó a ser el ideal de una convivencia fraterna y solidaria, donde el bienestar de los demás y la conciencia del destino compartido, pasó a ser el único camino posible.
Con la ausencia de Cristo, con el extrañamiento de la experiencia cristiana de la vida diaria, vuelve cada uno a quedar solo. Ni deseo comunicar la vida, ni quiero que nadie venga a complicar una vida que quiero solo para mí. Además, con un mínimo de bienestar, inmediato, me alcanza para levantar la bandera de la felicidad.
Es claro que no estamos en tiempos de la vida como relato, como anhelo de construcción compartida, pareciera que avanzamos hacia una soledad acompañada de un bienestar relativo y asociado al consumo, con compañías pasajeras, un instantaneísmo ayuno de proyecto. Es la extrañeza de Cristo.
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