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"Dios no siempre viene a devolver lo perdido, pero sí a revelarnos algo que antes no veíamos"
¿Qué queda cuando no queda nada?
Cuando la vida se desmorona y no hay respuestas. Cuando las manos están vacías y el alma se siente aún más hueca. Cuando el dolor no se explica, cuando el silencio pesa más que cualquier palabra, surge una pregunta que no deja dormir: ¿dónde está Dios cuando me he quedado sin nada?
Hay momentos donde incluso rezar parece inútil. No porque no se crea, sino porque ya no hay fuerza para creer. Es ese lugar seco, sin sentido, donde hasta el propio cuerpo parece cargar con la tristeza. Es la zona oscura del alma, donde el mundo se vuelve distante, el futuro irrelevante, y el presente una carga que cuesta respirar.
Henri Nouwen, en El Sanador Herido, dice que solo quien ha sufrido puede curar. Que Dios mismo no sana desde la altura, sino desde la herida. Desde el abandono de la cruz. Desde el “¿por qué me has abandonado?”, que es oración de quien no puede más. Dios no rehúye el dolor humano: lo habita.
En la pintura de Picasso, especialmente en su época azul, todo es eco de un vacío: rostros torcidos por la pena, figuras encogidas en la tristeza, tonos fríos como la soledad. Era el lenguaje del alma rota, expresado en líneas y pigmento. Porque cuando el alma cae, busca decirlo aunque no tenga palabras. A veces la belleza nace del fondo de la herida.
Romano Guardini, pensador de lo sagrado, afirmaba que hay sufrimientos que no tienen explicación ni solución. Que la vida, a veces, se presenta como un misterio crudo. En esos momentos, más que respuestas, lo que uno necesita es no huir. Quedarse quieto. Mirar de frente. No entender, pero estar. Esa es una forma profunda de fe: no la del que domina el misterio, sino la del que se atreve a entrar en él.
Y es ahí, en ese lugar vacío, donde —a veces sin saber cómo— algo nuevo comienza a nacer. No con estruendo, ni con milagros, sino como una brisa suave. Una pequeña luz que no impone, pero tampoco se apaga. Una ternura que se asoma tímidamente al borde del alma rota. Dios no siempre viene a devolver lo perdido, pero sí a revelarnos algo que antes no veíamos.
Tal vez, cuando ya no queda nada, queda Dios de otra manera. No como consuelo fácil, sino como presencia discreta. No como quien borra el dolor, sino como quien lo atraviesa contigo. Y, aunque parezca imposible, ese Dios que parecía ausente, comienza a hablar desde el fondo del mismo vacío. No con discursos, sino con una compañía misteriosa que empieza a reconstruirte desde dentro.
Aceptar el vacío no es rendirse. Es una forma de apertura. Es permitir que lo que se ha roto tenga también su tiempo de transformación. Porque incluso en la tierra más árida puede florecer una flor inesperada. El silencio más amargo puede preparar el terreno para una palabra nueva. Y el hueco que deja lo que se ha perdido puede volverse espacio para lo eterno.
No hay fórmulas. Nadie puede decirte cómo se vuelve a respirar. Pero sí es cierto esto: cuando todo te falta, no estás solo. Aunque no lo sientas, aunque no lo entiendas, hay una Presencia que permanece. Invisible, pero firme. Silenciosa, pero cierta.
Y es allí, justo cuando todo parece terminar, cuando comienza lo más verdadero: una vida no basada en lo que tienes, sino en lo que eres; no en lo que posees, sino en lo que te sostiene. Y eso, al final, es Dios: no un amuleto, no una solución, sino una Presencia que no se va, incluso cuando todo parece irse.
Como dice el profeta Oseas:
«Por un breve instante te abandoné, pero con gran compasión te volveré a reunir… la llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (cf. Os 2,14).
Y también:
«Cuando Israel era niño, yo lo amé… yo lo enseñaba a caminar, tomándolo por los brazos, pero no comprendieron que yo los cuidaba. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor» (Os 11,1.3-4).
Dios no nos quiere infantiles, sino adultos en el amor. Y a veces, el sufrimiento es el camino donde se purifica la esperanza, donde se alarga el corazón y se ensancha el alma.
Cuando ya no queda nada… aún queda todo. Porque queda Dios. Y Él nunca deja de amar.
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