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Estaba confesando en la basílica de Montserrat y entró un niño, empujado por su madre. Era la primera vez que se confesaba y estaba algo espantado. Pude tranquilizarlo y quedaría contento porque el final, cuando al darle la absolución le hice la imposición de mano ritual, él me la chocó con la suya, como si fuéramos dos jugadores que han anotado un tanto.
Hacía poco que el Papa Francisco había dicho, en una de sus sentencias características, que el sacramento de la penitencia no es como ir a la tintorería. Claro que lo es, porque nos limpia de todos los pecados, pero es algo más.
Según el nuevo rito de la penitencia establecido después del Concilio Vaticano II, en la oración de absolución, que es muy rica teológicamente, se pide que Dios conceda al penitente, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz.
La confesión no solo perdona los pecados, sino que también confiere la paz de Jesucristo y la comunión de la Iglesia. Si la paz y la comunión se habían roto por algún pecado grave, las restablece, y si se habían debilitado por pecados veniales, vuelve a estrecharlas.
Aquel niño me dio una lección de teología.
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