Sentarse a la mesa. A la mesa del amor
Tal vez la última cena fuese, de alguna manera, la primera
"Jesús irrumpe en la historia llenando el tiempo de alegría, colmándolo de plenitud"
Para comprender profundamente el misterio de la Natividad de Jesús hay que hacer el esfuerzo de imaginar qué significaba y suponía vivir cada noche en la oscuridad más absoluta, esa misma en la que, según cuenta la Tradición, vivieron María y José aquella madrugada en Belén.
El solsticio de invierno, hace unos días, marcaba el punto de inflexión en el pulso que la noche venía ganándole al día. La luz comienza a recortarle tiempo a la oscuridad muy poco a poco, de forma prácticamente imperceptible pero real. En esta situación ordinaria reconocemos lo extraordinario: las tinieblas jamás tendrán la última palabra, porque siempre habrá luz; la ceguera, la inconsciencia en la que nos instalamos, por infinidad de razones, puede diluirse cuando la conciencia y la lucidez se abren paso y las vamos cultivando.
Jesús irrumpe en la historia llenando el tiempo de alegría, colmándolo de plenitud. El imperio sombrío del poder, la violencia y la paz impuesta tiene los días contados. Frente a ello sólo se puede rebelar la coherencia y la honradez del Reino de Dios que este niño trae consigo porque en sí mismo ya lo es. El mensaje es claro: sólo la justicia trae consigo la paz que anhelamos. Sólo la justicia dentro de nuestro corazón puede recrear y proyectar la que queremos fuera. Hasta que no alcancemos la paz del corazón no lograremos sembrar la paz en la Casa Común que compartimos.
Los villancicos están imbuidos de la palabra “noche”, pero esta noche no está cerrada, no es oscura, porque recrea, anhela y prepara la Nochebuena que ya viene. Nochebuena, que puede serlo porque lo que nace es luz y, cuando ésta aparece, la noche ya no es temible, ya no ciega, no nos pierde. Jesús ilumina, nos hace ver, nos despierta con su resplandor infantil para que logremos reconocer el valor de la inocencia, de la vulnerabilidad que predica la gloria de Dios, es decir, la luminosidad necesaria para que de la esperanza florezca la paz.
En el Logos “estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la sofocaron” escribió Juan (1, 4-5). Esa luz auténtica, porque calma y consuela, porque libera y transforma, la reconocemos en Jesús en medio de la noche. Esa “luz verdadera, que con su venida al mundo ilumina a todo hombre (Jn 1,9) para siempre.
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