Sentarse a la mesa. A la mesa del amor
Tal vez la última cena fuese, de alguna manera, la primera
"Una atención lúcida empapada de bondad"
La RAE define magnanimidad como «grandeza y elevación de ánimo» y, obviamente, hay que indicar que ciertamente lo es. Pero esta grandeza no tiene que ver con una especie de autoexaltación o de arrogancia que sitúa a una persona por encima de los demás, sino que está relacionada con la experiencia resultante cuando uno da de sí sin esperar nada a cambio, sin que la aprobación del otro le sea necesaria.
La magnanimidad se entiende también como la expresión dinámica de la mansedumbre, donde uno hace lo que considera necesario sin pensar en lo que el otro, o incluso Dios mismo, pueda hacer por él. Se trata de dar desde una bondad inspirada y anclada en la vida de Jesús. Desde aquí toda donación es reconocible como otro de los frutos del Espíritu en la persona.
La “elevación del ánimo” que apuntaba la RAE conlleva la experiencia de esa alegría que ya comentamos anteriormente. Quizá, y justamente por esto, es por lo que la magnanimidad cobra la fuerza esencial que logra que la voluntad y el obrar de uno mismo se asemeje mucho al obrar de Dios. De hecho, y así lo indica Guillermo de Saint Thierry, «la voluntad, una vez liberada por la gracia, hace que el espíritu actúe.» (Carta a los hermanos del Monte Dei, 99)
El cultivo de la magnanimidad es posible cuando ejercitamos la compasión más auténtica hacia los demás atendiendo sus necesidades más concretas. No se trata de palabrería que intente quedar bien o simular preocupación, sino que es una atención lúcida empapada de bondad. Cuando esto acontece, la necesidad de autoafirmación no es necesaria pues se obra desde el saberse amado por el Amado.
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