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La tarde del 20 de noviembre, la puerta de la parroquia de Santa Ana de Barcelona hacía de bisagra entre dos mundos que, en aquel templo, no se excluyen. Los asistentes al homenaje al papa Francisco avanzaban hacia la nave central por la misma entrada por la que, como cada tarde, acceden decenas de personas sin hogar para recibir un plato caliente. Este gesto, aparentemente sencillo, se convertía en la mejor metáfora del pontificado del papa argentino: la convivencia entre la reflexión eclesial y la vida real de los últimos, sin separaciones artificiales.
Antes de que los ponentes tomaran asiento, Sor Lucía Caram —protagonista involuntaria de muchas miradas por su reciente distinción con la Orden de la Princesa Olga de III grado, concedida por el presidente ucraniano Volodímir Zelenski en reconocimiento a su labor humanitaria en el frente de guerra— abría el acto con una frase que marcaría el tono del coloquio: “Seguimos aquí para decirle a Francisco que no paramos, que seguimos haciendo lío”.
Entre el público, el padre Ángel García, fundador de Mensajeros de la Paz y símbolo de la Iglesia que se arremanga, seguía las intervenciones con discreta atención, como si aquella escena condensara muchas de las convicciones que él mismo ha defendido a lo largo de su vida. Las palabras iniciales de Caram, dichas con una energía que desarmaba formalismos, situaban el recuerdo del pontífice en el terreno de la acción coherente y la ternura política.
El diálogo giraba en torno al libro El último cónclave, de dos vaticanistas de larga trayectoria: Elisabetta Piqué y Gerard O’Connell. En la presentación, ambos evocaban aquella franja de horas que sacudió a la Iglesia: “En el primer capítulo queda reflejado el choque de su muerte”, explicaba Piqué, recordando también que el propio Francisco insistía en que no era ningún superhombre. La obra —un diario de la transición entre el final de su pontificado y la elección de León XIV— recupera tensiones, confusiones y luces de un proceso que los autores describen como una trama digna de una película llena de intrigas.
O’Connell advertía que la esencia misteriosa de cualquier cónclave es inseparable de “la mano de Dios”, y añadía que por segunda vez en siglos los cardenales actuaron “como Colón” y miraron hacia América para encontrar un papa. Según él, aquel gesto canónico también fue un gesto cultural: la Iglesia reconocía que el continente con más cristianos del mundo merecía ocupar un lugar central.
La teóloga Emilce Cuda, que conoce personalmente las cocinas del Vaticano, recordaba con humor el día en que Francisco le dijo que se lo llevaba a Roma “para que me divirtiera”, justo cuando ella llegaba asustada a la curia. Defendía que el papa había trabajado para modelar una Iglesia que avanzaba según el pueblo de Dios, en un tiempo en que, tal como advertía, hay quien “reza en la iglesia y pide totalitarismos en la calle”. En su lectura, León XIV ha heredado la urgencia de esta pedagogía de discernimiento e integración: una Iglesia donde, aún hoy, en algunos lugares, “los reclinatorios siguen llenando los primeros bancos”.
Juan Vicente Boo, veterano corresponsal vaticano de toda una vida, sintetizaba el peso histórico de Francisco con una frase que resonó en las bóvedas de piedra: “Francisco era un gigante”. También contextualizaba El último cónclave entre los grandes libros periodísticos dedicados a los pontífices, elogiando su rigor y precisión.
Piqué, interpelada por la transparencia inusual con que muchos cardenales compartieron detalles de la transición, respondía que “son personas” y que ninguno de ellos rompió el secreto pontificio; simplemente, décadas de confianza habían permitido tejer un mosaico de voces que, sumadas, revelaban la atmósfera real de aquellos días. Con una sonrisa añadía que ella y O’Connell incluso habían avisado a las maestras de sus hijos que no se preocuparan si algún día los oían decir que “conocían al papa”: no era ninguna fantasía infantil.
A su vez, Piqué subrayaba que el libro es, sobre todo, “un tributo a Francisco” y a su labor por superar la polarización con unidad y paz.
El moderador, Juan Carlos Cruz, aportaba el testimonio más íntimo de la noche. Según explicaba, un miembro de la curia, el sacerdote Jordi Bertomeu, le había confesado que “6 meses después de su muerte, todavía lo lloran tanto los alejados como los cercanos”. Cruz evocaba su propio vínculo con Francisco con una imagen bíblica: “Me sentí como Lázaro; él me sacó del lugar más oscuro”. Recordaba también que había pasado la última Navidad con él y que, pese a la distancia física, lo percibía constantemente cercano.
En uno de los momentos más celebrados del coloquio, afirmaba que el papa habría estado encantado de estar allí, “en un templo donde, al otro lado de estas paredes, personas de la calle comen y son acogidas”. Ese comentario hacía emerger, de golpe, la presencia discreta de las personas que, al finalizar el acto, tendrían que dormir en la misma nave donde se había celebrado el diálogo. La comunidad de Santa Ana —espacio de acogida diaria y de interreligiosidad en el centro de Barcelona— convertía así el recuerdo del pontífice en una experiencia viva.
Cuando los ponentes se despedían, el templo se vaciaba con la misma serenidad con que, minutos después, entraban quienes pasarían la noche allí. No había un contraste estridente, sino una continuidad natural: los bancos donde se había pensado y debatido sobre Francisco se convertían en camas improvisadas, y el silencio posterior parecía recoger los hilos de todas las palabras dichas.
En esa transición de luces y sombras, el homenaje adquiría una dimensión inesperada. La figura del papa argentino —evocada, narrada, querida— encontraba cuerpo en un espacio donde el privilegio y la fragilidad compartían puerta, techo y respiración. Algunos asistentes se iban con la sensación de que Francisco, aquel pastor que sacudió a la Iglesia poniendo a los pobres en el centro, todavía caminaba por Santa Ana esa noche. No como recuerdo, sino como criterio. Como una manera de habitar el mundo. Como un legado que nadie debía guardar en un libro, sino en la forma de abrir la puerta.
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