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Me lo contó un veterano misionero español en uno de los países más pobres de África. Acababa de llegar de su misión, un lugar muy aislado y deprimido, a la capital a primeros de enero. Se encontró con un obispo que tenía aspecto bastante desmejorado. El buen cura le contó, muy contento, que había pasado la nochevieja, hasta bien entrada la madrugada, rezando en la iglesia con un nutrido grupo de cristianos “para empezar el año en manos de Dios”. El monseñor le respondió que él se había empezado a encontrar mal de salud aquella misma noche tras pasarla... en casa de un ministro comiendo ostras y bebiendo champán.
Durante los últimos 30 años he conocido bastantes obispos en África y estoy seguro que son muchísimos más los aficionados a rezar y preocuparse por los pobres que los inclinados a disfrutar del champán, pero no he podido evitar acordarme de esta anécdota -que en su día me hizo reir- al leer hace pocos días una información, por lo menos curiosa, sobre el consumo de esta bebida en África. Algo más de tres millones y medio de botellas de champán se consumieron en 37 países africanos el año pasado, según datos del Comité Interprofessionel du Vin de Champagne (CIVC, www.champagne.fr). Representa apenas el 1,24 del comercio mundial de este vino, una cifra más bien baja para un continente de algo más de 1.400 millones de personas. Según los datos de esta organización, en 2020 se comercializaron 244,06 millones de botellas del espumoso francés en el mundo, por un valor de 4.200 millones de euros. El primer consumidor mundial es Estados Unidos, con un gasto de 501,8 millones de euros. La misma fuente estadística señala que, debido al COVID 19, las ventas cayeron un 18% en todo el mundo.
Por lo que se refiere a África, los cuatro grandes consumidores son: Sudáfrica (1.078.754 botellas), Nigeria (569.400 botellas), Costa de Marfil (348.955 botellas) y la República Democrática del Congo (220.352 botellas). Aunque no aparecen cifras, entre los principales importadores de áfrica figuran también países como Sierra Leona, Guinea Conakry y Gabón.
En este último país trabajé algo más de un año entre 2014 y 2015. Recuerdo cómo me chocaba ir a algún supermercado de barrio (de dimensiones más bien modestas, no hablo de grandes superficies) en Libreville y al ir a pagar fijarme cómo mucha gente salía con carritos cargados de botellas de champán Moet Chandon, sobre todo durante las compras de los viernes por la tarde, me imagino que para aprovisionarse bien durante el fin de semana.
Un país productor de petróleo como Gabón no está, ni mucho menos, entre los más pobres de África y tiene un porcentaje de su población que pertenece a la clase media mucho más alto que otros países del continente, pero incluso así yo me preguntaba cómo podía un funcionario con un sueldo base de unos 300 euros al mes permitirse una sola botella de este champán a un precio de unos 25.000 francos CFA (alrededor de cuarenta euros), y no digamos si compra ocho o diez. Por lo menos, difícil de comprender esto para una persona como yo, que a lo más que he llegado alguna vez ha sido descorchar alguna botella de cava español, que tampoco desmerece y es mucho más económico. El champán francés, que yo recuerde, sólo lo he probado en algún vuelo de Air France, donde no me importa repetir las veces que haga falta cada vez que pasa a mi lado la sonriente azafata con el carrito.
Símbolo de status social y de triunfo, el champán francés tiene sus incondicionales adeptos en África. En tiempos del presidente zaireño Mobutu, dicen que hacía venir directamente de París a su palacio de Gbadolite, en plena selva, aviones de cargo llenos hasta arriba de los mejores espumosos franceses para regar bien las comidas de sus banquetes mientras la inmensa mayoría de sus ciudadanos (o más bien habría que llamarlos vasallos) malvivía con menos de un dólar al día. Y seguramente no fue el único dirigente africano de tiempos pasados o incluso presentes que ha gastado generosas cantidades procedentes de las arcas del Estado en este lujosísimo consumo.
Un uno y pico por ciento del comercio mundial de champán es una cifra muy modesta, pero la sola imagen de una botella de champán francés a un precio de 40 euros en un supermercado africano me produce escalofríos. Si me permiten este ejemplo, hace dos años enfermé de fiebres tifoideas en Bangui y entre consultas, análisis clínicos y el tratamiento de cinco inyecciones me gasté el equivalente a unos 300 euros para curarme. He perdido la cuenta de las muchas familias que he conocido en esta misma ciudad que han pasado por momentos de desesperación al tener uno, o varios hijos de corta edad, enfermos de esta misma enfermedad que en muchos casos es mortal. Cuando una persona vive con uno o dos euros al día, es imposible que pueda afrontar este gasto para que su hijo recupere la salud. Otros compatriotas suyos, de una muy privilegiada minoría, podrán gastarse ese dinero en brindar con champán en casa o en el hotel de lujo al que acuden los fines de semana. Y al obispo que se agarró una buena diarrea por acompañarlos en nochevieja, le está bien empleado.
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