El egoísmo, cuarto jinete

Lo que importa – 76

Ser eucaristía

Esperanza radical: Ramón Hernández
09 nov 2025 - 13:34

Al margen de nuestra forma de vida, resultado indudable de nuestras propias decisiones, pero también de las que los demás toman en función nuestra, todos llevamos aparejados en nuestro ADN dos “egos” claramente definidos: el que somos para nosotros mismos y el que compartimos inevitablemente con los demás por muy huraños y despectivos que seamos. En nosotros hay un “yo”, que es exclusivamente nuestro, con el que podemos hacer lo que nos venga en gana, desde encumbrarlo en una hornacina o cultivarlo como el tesoro de potencialidades que nos regala la vida hasta ajarlo y tirarlo a una pocilga como pura basura, y otro “yo”, que pertenece en exclusiva a los demás y que engloba cuanto somos y significamos para ellos.

El cuarto jinete del Apocalipsis, la Muerte, monta un caballo pálido y tiene autoridad para matar a una cuarta parte de la Tierra mediante la espada, el hambre, las epidemias y las fieras salvajes. El libro de la Revelación precisa que el Hades sigue sus huellas. La palidez del caballo simboliza la peste, lo cadavérico. Cuando en esta reflexión colocamos el “egoísmo” sobre su grupa nos referimos obviamente al “yo exclusivo nuestro” que se reafirma en sí mismo cortando todo lazo con la comunidad básica que formamos los seres humanos. Sus compactos muros estrechan el horizonte humano hasta reducirlo a los espacios de una pequeña y lóbrega cárcel.

Ese “yo exclusivo” se erige entonces en nuestro propio “dios” y nos arma la tremolina al desmontar el tinglado humano. Desbarata así el soberbio plan divino de la creación, pues borra del mapa la equilibrada personalidad que el Creador nos ha dado al hacernos comunitarios, aunque seamos únicos e insustituibles. Desde luego que es mucho lo que cada uno somos por nosotros mismos (el ramillete de potencialidades con las que nos dota nuestra naturaleza), pero, en última instancia, lo que importa es lo que somos por y para los demás, no por lo que llevamos o recibimos de ellos, sino por lo que les aportamos. Sin el flujo de recibir y dar, que comienza y termina en Dios como círculo mágico, poco importaría lo que fuéramos por nosotros mismos.

De ahí que encumbrar el “yo” dejando en la sombra el “nosotros” es un craso error de procedimiento que difumina nuestros propios contornos y nos sitúa fuera de la realidad. Yendo más lejos, digamos que el egoísmo, más que un simple rasgo de carácter, se ha convertido en una fuerza estructural dentro de la vida contemporánea, que nos sepulta en un oscuro cementerio. Al penetrar los vínculos afectivos, profesionales y políticos, transforma la base de la cooperación humana en un campo de competencia sorda, aniquiladora. Allí donde prevalecían la reciprocidad y el sentido de comunidad, se impone una lógica individualista que mide la importancia de cada acción en función de su rendimiento o utilidad propios, la cruel lógica del "tanto tienes, tanto vales".

Si bien a lo largo de la historia el egoísmo ha podido entenderse y hasta justificarse como un instinto de supervivencia, en la actualidad se nos muestra como signo claro de alienación. El individuo moderno, encerrado en una burbuja por su deseo de destacar, distorsiona la percepción de los otros, que ya no son semejantes con los que es preciso cooperar para mejorar, sino un obstáculo o, a todo lo más, un mero instrumento para uso arbitrario. Tal reducción convierte nuestro mundo en un escenario de máscaras, en el que las relaciones se degradan al someterlas a un cálculo constante, al reducirlas a dinero. No hay duda de que estamos viviendo en una sociedad subyugada por el dinero, en la que desafortunadamente incluso lo más sagrado y digno tiene precio.

Cuando el interés propio se erige como valor absoluto, se marchita la facultad de salir de uno mismo para conocer otras subjetividades y enriquecerse con ellas, con lo que el encomiable “dar de sí sin pensar en sí” de los rotarios y de cualquier ser humano ecuánime carece de sentido. La comunidad se fragmenta, no por falta de recursos o de medios, sino por pérdida de significado, de referencia y de pertenencia. Lejos de ser bella y expansiva, la vida se enroca en una espantosa soledad al hacernos creer que son los compromisos humanos los que nos hacen realmente vulnerables. De ahí que nuestro egoísmo vaya corroyendo lentamente la confianza y la lealtad que deberían unirnos a los demás. Frente a la intemperie fría y desangelada que parece ofrecernos una forma de vida que englobe los demás, nos encerramos en un castillo de gruesos muros excluyentes, sin luz ni ventilación, en el que lentamente nos vamos consumiendo en nuestra propia nihilidad.

Para romper tan funesto círculo o detener tan pernicioso proceso de deterioro se requiere algo más que la denuncia y la condena del egoísmo y de la hipocresía de los líderes a quienes hemos confiado nuestro destino. Es necesario recuperar y cultivar la conciencia de que el otro no es un medio, sino un fin. El trato que le demos medirá el grado de humanidad que seamos capaces de alcanzar. La ética de la cooperación surge de la fragilidad compartida, de estrechar vínculos, de unir manos, de fomentar y prodigar abrazos fraternales. La mirada desinteresada al otro es lo único que nos despeja el horizonte y nos salva de convertirnos en las máscaras a que nos hemos referido.

Hablamos de una grandiosa reconstrucción que, sin embargo, se alza a base de pequeños gestos: la escucha, la gratitud, la paciencia, el perdón y, en el interior de nuestra particular alcoba cristiana, la oración como maravillosa danza con el Dios a quien decimos amar con todo el corazón, el Dios en cuyo nombre abrazamos amorosamente a todos los demás. Frente a la lógica del rendimiento como acumulación rápida de dinero se impone la pausa de una mejora lenta y firme, aureolada de cierta austeridad; frente a la mera apariencia o simulación de señorío, es preciso apostar por la honestidad de prestar los servicios que te hacen realmente señor. Solo así podremos remplazar la figura de líderes de papel por la de seres capaces de vaciarse de sí mismos en pro del bien común. Me estoy refiriendo al único camino viable para, sin renunciar a la propia singularidad, no avasallar la personalidad de los demás y poder construir con ellos una forma de vida que sea realmente humana.

El mérito y lo sublime de nuestra vida se fundamentan en el servicio que prestamos a los demás. El mismo Jesús dijo que había venido para servir (curar, enseñar, alimentar). Los pensamientos realmente nobles se encaminan siempre a la mejora de la forma de vida humana. Mientras que el dominio nos aísla, enroca y asfixia, el servicio a los demás nos conecta a ellos, oxigena nuestros pulmones y ventila e inunda de luz nuestra propia casa. A veces, la diferencia entre ambas actitudes es muy sutil, pues son muchos los perdonavidas que dicen servir al pueblo cuando se sirven de él pisoteándolo o explotándolo. En nuestro mundo hay sitio para todos, pero a condición de que unos pocos, sintiéndose dueños de la cosa, no desplieguen sus alas, abran sus paraguas y arrojen al precipicio a quienes se cruzan en su camino. Son quienes, a tenor de la poderosa imagen del cuarto jinete del apocalipsis, no hacen otra cosa que bailar una danza macabra con la muerte lenta que infligen a sus semejantes.

Viniendo a nuestro tema, el egoísta como acaparador inmisericorde de gloria y bienes, se diluye en resbaladiza baba que dificulta el duro caminar de sus semejantes. En cristiano, diríamos que contraviene todas las encomiendas evangélicas y, en lo humano, que se vuelve el desaprensivo “ande yo caliente y ríase la gente” elevado a su enésima potencia. El cristianismo se asienta y se desarrolla en sus antípodas, pues exige que, para seguir a Jesús, es preciso “negarse a sí mismo”, actitud que está muy en consonancia con una vida que culmina en la muerte y avoca a la esperanza radical que fundamenta este blog, pues la muerte nos introduce en algo tan desconocido y perfecto como la realidad perenne, es decir, Dios.

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