Cómo el contrarrelato puede llegar a ser la verdad.
De todos es conocida la actuación del cristianismo tras su legalización y ascensión a religión del estado. Dado que se consideraba a sí misma como la única y, sobre todo, verdadera religión, no procedía andar con componendas con aquellas otras que hasta entonces habían regido la piedad de los ciudadanos. En pocos años, ninguna sobrevivió, aunque de muchas de ellas se sabe lo suficiente porque los apologetas de la fe cristiana recogían sus textos fundamentales para refutarlos y condenarlos.
El caso de Tertuliano (160-220) es paradigmático. Primero fue pagano, luego llegó a obispo de Cartago, defendió con pasión a su Iglesia, siendo considerado “padre de la Iglesia”. Llega a admitir que Cristo tuvo sus predecesores en “cuentos” anteriores (“decís que adoramos al sol, pero vosotros también”). No llegó a ser considerado santo, lo mismo que Orígenes, porque derivó en hereje, primero “montanista” y luego “tertulianista”.
Es lógico preguntarse por qué tantos dioses coinciden en detalles sustanciales como nacer de madre virgen, suceder un 25 de diciembre, su pasión, muerte y resurrección, su poder de hacer milagros, los doce discípulos, sus denominaciones y características principales, etc. Sólo hay una razón que justifica tanto mito y tanto cuento: todo ello deriva de creencias primeras y de religiones adoradoras del Sol. El astro rey que, en una visión geocéntrica, nace todos los días; que hace un recorrido anual de 12 estaciones; que propicia el milagro de que la naturaleza resucite; que parece morir en el solsticio de invierno pero resucita…
Todos estos hechos astronómicos son la base para recrear y personificar cuentos de lo más diverso y llegar al cuento más sublimado y refinado, la religión cristiana. Dicen que el Sol es metáfora de Cristo pero nunca hubo mayor identificación y similitud entre ambos términos, donde el Sol es el primero. Los Evangelios son la fábula escrita de todo un proceso heliogénico, cuyo momento álgido es la muerte y resurrección del sol al cabo de tres días en el punto más cercano al sur de su recorrido anual: muerte el 22 de diciembre y vuelta a caminar hacia el norte el 25, pasando tres días en el infierno invernal.
El sol es la luz del mundo y el salvador de la humanidad; sus seguidores son los doce meses del año y los doce signos del zodiaco por donde el sol pasa; se le representa con una corona de espinas y en una cruz, que son las cuatro estaciones… Eso mismo es Jesucristo para los cristianos.
Todo lo que la Iglesia dice de Jesucristo es creído a pie juntillas por los fieles. Así es hoy. Sin embargo en la antigüedad y en las culturas más avanzadas como la griega o la romana, coetáneas del cristianismo, nadie creía en la “humanidad” de los dioses y que fueran literalmente “personajes” reales. Los eruditos, los filósofos y las personas cultas, las que marcaban la impronta de la cultura del pueblo, sabían que sus dioses eran, unos, de naturaleza astronómica y, otros, atmosférica o climática.
A la vista de la contra réplica que han realizado los investigadores de las creencias, cualquiera puede colegir dónde está la verdad de lo que se cree. Elementos tiene suficientes para formarse un juicio más o menos claro. ¿Qué piensan a este respecto los altos dignatarios de la Iglesia sobre Jesús? Cierto es que no pueden hacer otra cosa que, de puertas afuera, seguir predicando que Jesucristo vivió entre los hombres como uno más, que era Dios y demás martingalas humanas y divinas, pero… ¿en su fuero interno?
Lo que dicen que dijo el papa León X (1475-1521) puede ser apócrifo, aunque los hechos atestiguan la veracidad por las consecuencias (carta de León X al cardenal Pietro Bembo que recogió el humanista Pico della Mirandola): “Quantum nobis nostrisque quae ea de Christo fábula profuerit, satis est ómnibus seculis notum” (Es bien sabido de todos lo provechosa que ha sido la fábula de Cristo para nosotros y para los nuestros). También se afirma de él una frase que aparece en una carta a su hermano: “Gocemos del papado puesto que Dios nos lo ha dado”.
A él y a su Vaticano les fue bien, pero la Iglesia sufrió el trauma mayor de su historia, ya que frente a su megalomanía y buen vivir se alzó un “humilde” fraile agustino, Martín Lutero y pasó lo que pasó, aunque ésta ya es otra historia.