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Demasiados festejos (En la Iglesia)

Aún sabiendo y viviendo que la Iglesia en la actualidad no está para fiestas –“reunión de personas para divertirse o para celebrar algún acontecimiento”, o “día en el que no se trabaja “-, en el calendario litúrgico o para- litúrgico tanto nacional como diocesano sobreabundan casillas entintadas de color rojo, “santo y seña”, de reuniones de obispos, con sus correspondientes y solemnes celebraciones, que no les pasan desapercibidas al pueblo. En raras, muy raras, excepciones, este- el pueblo- además de hacerse dócilmente presente, se ha de limitar tan solo comentar el por qué y la justificación de los referidos acontecimientos, sorprendido de los gastos, de las demostraciones de poder y de coloridos que encarnan y exhiben sus protagonistas, obispos, arzobispos, acólitos y algún que otro laico privilegiado, preferentemente del sexo masculino.

“Tomas de posesión” de las catedrales, “entronizaciones” en sus sedes, conmemoraciones de años vividos en ellas, “bodas de oro”, de plata y de otros metales preciosos, dimisiones-jubilaciones, decesos-obituarios, visitas del Nuncio o del arzobispo de la respetiva provincia eclesiástica, apertura y clausura de “Años Santos” hoy tan generalizados, al igual que circunstancias concretas de lugar y de tiempo no previstas, motivan que las campanas de los templos se echen al vuelo, asustando a las cigüeñas y turbando la paz de sus nidos a otras aves empadronadas entre el cielo y la tierra.

Todo este revuelo festivo broncíneo, a cambio de informar a los feligreses de la necesidad de hacerse presentes en el interior del lugar sagrado, con sus trajes y vestidos mejores y, por ahora, sin olvidarse de las mascarillas prescritas por la competente autoridad sanitaria.

Como en la actualidad todo cuanto acontece es y se hace noticia, y como también la Iglesia y su jerarquía disponen de medios de su propiedad para difundirla, obispos-noticias hay muchos -todos- así como sus actividades, con inclusión preferente para los referidos festejos “litúrgicos”.

Y es que, de verdad, la Iglesia-institución y templo, tiene en su haber posibilidades muy generosas para que las fiestas que organice no pasen desapercibidas, y además epaten a las equivalentes o asimiladas en el orden político, cívico y social. Las catedrales son referencias sublimes de solemnidades de culto y cultura, insuperables. Los encargados de organizarlas, léase liturgos, dedicaron parte de sus vidas y estudios a estos es menesteres, por lo que el éxito está asegurado, al menos como espectáculo, sea o no de verdad sagrado.

En tal contexto es de destacar la experiencia de los protagonistas, por definición episcopales, siempre dispuestos, por amor de Dios y al servicio del prójimo, a no escatimar ni gestos, ni símbolos de ninguna clase, por pagana que haya sido y sea su procedencia, avalada por la propia historia eclesiástica. Los fervorosos colores, a tenor de las pautas litúrgicas, entre las que el rojo con la rica pluralidad de sus matices y tonos, abandera el desfile procesional. En el mismo, el organista, el coro, y en ocasiones hasta el número de danzas populares, elevan la categoría del acto festivo, a fantasías y ensoñaciones indefinibles que ayudan a muchos a percibir la impresión de estar llamando ya a las puertas del “Séptimo Cielo” de paz, armonía y tranquilidad de conciencia.

En tal aparatosidad solemne, litúrgica y conmemorativa, aunque poco o nada evangélica ni evangelizadora, es obligada la referencia al incienso, mitras y báculos, al igual que a otros adminículos, aderezos, signos y gestos, que, por grande y piadosa que sea la capacidad de imaginación, de los asistentes, lo único que se alcanza es crear o acrecentar el escándalo y a estimular firmes promesas de no volver a perder el tiempo empleado en unos espectáculos cuyas motivaciones de religiosidad resultan ser tan discutibles.

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