"En Adviento, dejar que la Palabra despierte en nosotros la sed de Cristo"
San Ambrosio, maestro de oración
¡Santa Pascua de Resurrección!
¡Santa Pascua de Resurrección! Hoy, día de Pascua, y durante toda la cincuentena Pascual, los cristianos nos decimos unos a otros: «¡Buena Pascua!», «¡Cristo ha resucitado!». Quisiera que esta fe pascual en el Señor Resucitado nos llevara también a reafirmar nuestra fe y nuestro amor a la Iglesia ―que ya amamos―, con un conocimiento más profundo de lo que es y de su misión. Nos podríamos preguntar, ¿qué es la Iglesia para mí? Y no son suficientes las respuestas teóricas.
Ciertamente que la Iglesia está compuesta por hombres y mujeres con sus grandezas y miserias, con su fe, pero también con sus pecados y defectos. Tan sólo debemos contemplarnos a nosotros mismos para darnos cuenta. Sin embargo, ante lo que es la Iglesia, debemos hacer un proceso de mirada interior sobre lo que la Iglesia ha sido y es para cada uno de nosotros.
Probablemente hemos empezado a conocerla gracias a los padres y padrinos, la parroquia, algún catequista, amigos y profesores de la escuela, algún sacerdote, algunos escritos... Y ojalá hayamos tenido unas «experiencias» de fe y de amor, a través de personas cercanas que nos han sido referentes; santos y santas ―como afirma el papa Francisco― que nos atraen por su ejemplaridad. También, han podido ser buenas experiencias las celebraciones litúrgicas, la participación en una procesión o los encuentros en los santuarios que visitamos y amamos.
El papa Benedicto XVI afirmó que «no se empieza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un evento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1). Y debemos decir que es la Iglesia quien ha hecho posible este encuentro. La Iglesia es, al mismo tiempo, visible y espiritual, es como un sacramento, es decir, misterio de comunión de Dios con nosotros, y Pueblo de Dios en marcha, en peregrinación hacia la vida para siempre. Un sacramento es siempre una realidad palpable y visible, pero nos acerca y nos hace entrar en una realidad invisible, de gracia y de amor.
A través de la realidad de unos hombres y mujeres que vivimos unidos por la fe y que formamos el Pueblo de Dios, encontramos realmente lo que es el Cuerpo de Cristo. La Iglesia es quien nos permite la visibilidad y el encuentro con la Persona de Jesucristo resucitado, a la vez que él puede actuar a través de nosotros. La Iglesia sigue actuando en nombre de Jesús, haciendo milagros de amor, de servicio, de valentía, de perdón...
Por tanto, ¡amamos a la Iglesia! ¡Sí! La amamos porque, formada por mujeres y hombres que creen, es el cobijo necesario, incluso, de nuestras debilidades. Porque, quienes somos miembros de esta Iglesia que amamos, no participamos desmembrados, llevando sólo nuestras bondades, nuestra caridad y nuestro amor. Participamos enteros, lo que implica que volcamos también nuestras debilidades. Y la Iglesia, que es Madre, nos contagia su santidad a pesar de nuestras miserias. Porque la Iglesia es Madre y es Santa, y lo es por sí misma, no por nuestros méritos.
El papa nos recuerda también que con el bautismo se nace «como hijos de Dios» y por eso los fieles deben «amar a la Iglesia, como se ama a una madre, sabiendo comprender también sus defectos, ayudándola a ser más bonita y auténtica […] sin olvidar la importancia de participar en la vida de la Iglesia, como parte de ella, en una relación vital y no meramente formal».
Con este espíritu, ¡Santa Pascua!
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