"En Adviento, dejar que la Palabra despierte en nosotros la sed de Cristo"
San Ambrosio, maestro de oración
"Me refiero a que todo aquello que hagamos venga exclusivamente de la iniciativa de Dios"
Estimadas y estimados. En este tiempo de Cuaresma solemos poner el foco en el afán para ejercitar las virtudes. Realmente el ejercicio de saber lo que tenemos que hacer para vivir la mentalidad evangélica tiene una gran importancia, pero no todo se fundamenta en nuestro trabajo. La Cuaresma nos enseña que, para vivir la fe, es también muy importante la actitud de lo que podríamos denominar «santa pasividad».
En nuestro mundo occidental, muy avezado a querer tener el control de las cosas, nos es difícil valorar adecuadamente la pasividad. Se entiende más bien como algo negativo, como un encallarse ante la realidad en lugar de dominarla y someterla a voluntad propia. En cambio, desde la perspectiva religiosa, la sana y santa pasividad es una experiencia de primera categoría, quizás más difícil que la pura actividad, porque probablemente pide intensificar la ascética y el discernimiento. Y es que la pasividad nos llevará a preparar el recipiente de nuestro yo para que Dios pueda llenarlo de él mismo.
Así, pues, cuando hablo de pasividad cristiana, no me refiero a dejar pasar la oportunidad para defender los derechos de Dios y de los seres humanos, ni tampoco me refiero a perder la ocasión de evangelizar. Me refiero a que todo aquello que hagamos venga exclusivamente de la iniciativa de Dios. De hecho, es Dios el único que hace maravillas (Sl 72,8), el único que puede transformar nuestros corazones.
La Iglesia nos regala este tiempo de Cuaresma para convertirnos en vasos espirituales. Aprovechémoslo para vaciarnos de nosotros mismos y discernir bien entre aquello que viene de Dios y aquello que proviene de nuestro entendimiento limitado. Reconozcamos los propios intereses egoístas, aun si estos están ocultos bajo buenas intenciones.
Eduquémonos en la escuela del silencio, aliado principal de todo este proceso. El silencio nos enseñará a no dejarnos llevar solo por nuestros movimientos naturales; a silenciar las voces que nos distraen y nos desasosiegan; a escuchar al Verbo que nos cuchichea el amor divino; a dejarnos maravillar por las iniciativas del Padre siempre sorprendentes; a proclamar, con María: «Que se cumpla en mí tu palabra» (Lc 1, 38b). María, tan vacía de ella misma y tan llena del amor desbordante de un Dios que se hace carne dentro de sus entrañas en el misterio impresionante de la Encarnación.
Y es que un vaso vacío, por muy bonito que sea, no sirve de nada. Si lo hemos vaciado es para que Dios pueda llenarlo con su gracia. Por eso la Cuaresma es a la vez el momento que nos regala la Iglesia para dejarnos inundar de Dios, para conocerlo y saborearlo en profundidad. El Espíritu Santo tiene un papel primordial: es él quien nos enseñará a conocer la voluntad del Padre, nos revelará la acción de Dios en cada circunstancia y nos dará el impulso para caminar con fuerzas renovadas y auténticas.
La ascética, la disciplina, la pasividad, todas ellas imprescindibles, no tienen finalidad en sí mismas. Su objetivo es que el amor divino entre en nosotros y se manifieste a través nuestro, preparando para el Señor «un pueblo bien dispuesto».
Vuestro,
† Joan Planellas i Barnosell
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