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Y el miedo deja de existir
La Resurrección es el gran don definitivo de la vida que se desborda en gozo y alegría liberadora, dejando atrás el miedo, la confusión, el mal, porque el amor ha vencido.
Jesús ha transitado en su naturaleza humana esta vida temporal con la distinción de encarnarla con su naturaleza divina. Desde el principio de su vida encarnada hasta el fin ha luchado contra las fuerzas del mal que lo querían hacer sucumbir en sus diferentes etapas de su vida: en su nacimiento; en las tentaciones del desierto; ante la constante e insistente asedia de fariseos, escribas y sumos sacerdotes; cuando en algunas ocasiones fue colocado ante el precipicio fuera de la ciudad para acabar con él; en el Huerto de los Olivos; ante el aparente desmoronamiento de sus discípulos al traicionarlo uno, negarlo otro y algunos más huir en abandono declarado.
Su convicción de ser el Hijo de Dios que lo llevó a actuar como tal en sus enseñanzas y milagros como testimonio vivo de su identidad como Mesías.
Las declaraciones del Padre Celestial en su bautizo en el jordán y el Monte de la Transfiguración, lo llevaron con firmeza hasta la muerte de cruz para hacer posible lo definitivo de su Resurrección donde el mal ya no tiene cabida.
Con su resurrección el mal desaparece del camino y no vuelve a presentarse más.
¿El miedo? ¡No existe más en la Resurrección!
Mientras los discípulos se encuentran a puerta cerrada en los días de su pasión y muerte, el Resucitado se presentará a ellos, que están escondidos por miedo, y les dirá: no tengan miedo porque yo he vencido.
El miedo nos hace inseguros, nos tambalea y muchas de las cosas firmes se ven expuestas por el dominio del miedo que nos hace hundirnos, como le pasa a Pedro en el mar.
¡HA VENCIDO! Por eso todo elegido y consagrado experimenta la fuerza del Resucitado para aventurarse en su paz y consuelo, que lo sostienen interiormente en el camino que ha de recorrer como discípulo, en lo que debe vencer, pero lucha con lo peculiar de la solidaridad de Cristo que lo ha llamado y elegido para proseguir su obra.
Esta experiencia favorece una confesión de Fe en Cristo de forma viva que se comunica en un espíritu divino que trasciende fronteras, razas, culturas para hacernos uno en una fe que es comunión, en su espíritu que nos da la misma vida, para llevarnos de lo individual a la comunión para ser parte de una familia que sabe compartir la vida desde el amor que nos permite integrar en una dinámica de intercambio de dar y recibir, con apertura en el amor, donde sabemos que nos complementamos para a vivir una experiencia de mayor riqueza humana, espiritual, cultural, material, donde las necesidades se abren con esperanza a poder ser resueltas en esa riqueza de ser comunidad y familia.
Por eso es importante que el Resucitado sea el Señor de nuestra fe, que con su palabra conduzca nuestras voluntades de saber que en él hacemos el mejor camino de perfección y plenitud para llegar a la madurez, que nos ha de hacer madurar para dar los mejores frutos, que es, esto último, nuestra meta definitiva, y poder morir diciendo: todo está cumplido, en tus manos encomiendo mi espíritu.
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