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Por motivos distintos nos llega muchas veces recalar en una sala de espera, habitualmente son lugares fríos, poco cómodos, ambientados con una música que pretende ayudarnos a pasar el tiempo. Lugares con personalidad casi idéntica por todas partes, que pretenden la comodidad de todos y en cambio generan deseos de superar esta parada que sabemos provisional con la mayor rapidez posible.
Esperamos la voz del médico que nos llame, el aviso distante de un abogado o notario, el silbido de un tren que llega, y el ambiente, aunque diferente en cada ocasión es siempre frio y a menudo silencioso, denso. Parece que al situarnos en este lugar nos prepara a todos para emprender algo diferente a lo que hasta ahora fue habitual.
Esperamos resultados o diagnósticos, propuestas legales o el inicio de un viaje que nos llevará hasta aquello que ahora es nuestra meta. Todo es importante y tiene un cierto sentido trascendente, estamos rodeados por rostros serios que parecen ocultar la emoción o la esperanza que les llena, y pasamos el rato mirando con interés fingido revista que no nos importan o no comprendemos.
En verdad toda nuestra vida está repleta de tiempos de espera, que no son siempre tiempos de esperanza. La confianza aumenta cuando sabemos en quien tenemos puesta nuestra esperanza o crece el desespero cuando no tenemos la perspectiva de una meta que tiñe todo de sentido.
Como creyentes, esperamos en definitiva el encuentro con Dios Padre, pero nuestra sala de espera es la vida misma cargada de actividad, de anhelos y propósitos que deseamos ver cumplidos a la largo de toda la vida.
Esperar para reconocer al Señor presente, salvador, que nos cubre con su amor y llena cuantos vacíos podamos haber dejado en los que nos rodean o en nosotros mismos, al ser capaces de vislumbrar su presencia y de vivir de acuerdo con su Palabra que nos salva y que nos ofrece Aquel que es el verdadero camino, el verdadero motivo de nuestra espera.
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