* Vida, muerte y resurrección son “momentos” que podemos y debemos considerar separadamente pero que sólo alcanzan plena intelección cuando los contemplamos sinópticamente, uno a la luz del otro.
* Se impone deconstruir cierta teología y espiritualidad que se ha construido sobre una presunta eterna y misteriosa voluntad de Dios que habría predestinado la salvación del mundo a través de la muerte de su Hijo, por el derramamiento de la sangre.
* No se puede entender la vida ni la muerte de Jesús sin poner en el centro del drama el conflicto con el Templo: fue una tensión que, in crescendo, atraviesa todo su ministerio hasta desembocar en la cruz.
* Nuestras “cruces” tienen, al igual que la de Jesús, causas históricas más o menos identificables. Dios ni “manda” ni “permite” los sufrimientos.
* Jesús, desde el poso de su confianza, acrisolado en los últimos días agónicos de su vida, supo, como se sabe desde la fe, es decir, sin certezas absolutas, que la muerte no podía ser lo último y definitivo.
* La resurrección no es la revivificación de un cadáver ni es una vuelta a esta vida, sino que es la “entrada” gloriosa del Crucificado en el Misterio pleno de Dios, promesa para toda la creación vocacionada también a ser uno con Él, en este devenir evolucionista desde los límites de la nada hacia la gloria plena que se consumará cuando “Dios sea todo en todos”.