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“Nunca tuvimos un día de paz”, asegura Víctor Carpio, delegado de derechos humanos de la mesa indígena del Chocó, al denunciar los impactos diferenciales contra su gente, causados por el recrudecimiento del conflicto armado en dicho departamento y en varios municipios del occidente antioqueño.
Según él, son al menos 300 los casos de suicidios de jóvenes desde 2003 en las comunidades embera de estas zonas, sin que los acuerdos de paz suscritos entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y la hoy extinta guerrilla de las FARC hayan podido detener el desangre.
La falta de cumplimiento de lo pactado y la disputa territorial que hoy se libra entre el ELN, el Clan del Golfo y nuevos actores armados en la región se traducen también en daños espirituales que, de acuerdo con la cosmovisión indígena, empujan a los jóvenes a buscar la muerte. Por eso el líder le exige al Estado colombiano garantizar los medios para emprender una sanación de su territorio, ya que para los embera este es parte de su propio corazón y está enfermo.
Al igual que Carpio y que otras personas que este jueves concurrieron a la sede de la Conferencia Episcopal de Colombia para servirse de los canales de difusión de la entidad, Elizabeth Moreno, líder afro de la subregión del San Juan, se refirió al abandono en el que se encuentran las comunidades, a merced del extractivismo y de la profundización del negocio ilegal de la cocaína. Además, añadió referencias a los impactos diferenciales de la violencia contra las mujeres. “En muchos casos somos las mamás de las víctimas y también de los victimarios; ese maltrato que sufrimos es muy doloroso, pero somos tejedoras de vida y de esperanza”, planteó la defensora de derechos humanos al hacer referencia a eventos de violencia sexual; a feminicidios; a desapariciones de hijos y de esposos; al reclutamiento forzado de niños, niñas y adolescentes y, más grave aún, a bombardeos como los que han tenido lugar este año, también en Chocó, donde, alcanzados por el fuego de la fuerza pública, han muerto menores de edad.
Según Juliette de Rivero, representante en Colombia de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, quien también estuvo presente en la reunión en la que se hicieron estas y otras denuncias, es alarmante el incremento de los desplazamientos forzados y del confinamiento en zonas del país como estas, donde más del 70% del común de la gente no tiene acceso al agua potable ni existen infraestructuras hospitalarias u otros servicios básicos. Por eso, para la representante, es urgente atender el trasfondo representado por las desigualdades estructurales señaladas por la directiva 002 de la Procuraduría General de la Nación, todavía pendiente de implementación.
Por su parte, el obispo de Quibdó, Juan Carlos Barreto, quien junto a otros líderes religiosos participó este año en varias misiones humanitarias con el interés de conocer de primera mano el drama social, acompañar a las comunidades afectadas por la guerra y convertirse en intermediario de sus demandas, manifestó su preocupación por la interferencia que la ampliación del dominio paramilitar pueda llegar a representar en las próximas elecciones. “En esta situación de conflicto se afecta absolutamente todo”, aseguró el prelado refiriéndose al tema. “Sabemos que históricamente ha pasado en Colombia y pensamos que no será una excepción lo que pueda suceder en este momento”, añadió, al momento de denunciar la connivencia entre estructuras del Clan del Golfo y sectores de la fuerza pública.
“Esa es la narración que encontramos sistemáticamente y que deja muy preocupadas a las comunidades y a quienes estuvimos allí en el territorio”, dijo el obispo, mientras criticaba la falta de empatía por parte del Gobierno frente a la situación de la región y el recurso a la militarización de los territorios étnicos (“más de lo mismo”), cuando lo que hace falta, según él, es inversión social, garantías para la preservación de la vida y nuevos caminos de diálogo con el fin de superar los conflictos vigentes.
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