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Juzgar es confrontar nuestros actos con el Reino de Dios y su Justicia
Retomamos en esta segunda parte, el método de la Doctrina Social de la Iglesia como camino de conversión cuaresmal. La realidad analizada en el "VER" es interpretada en el "JUZGAR", y del diagnóstico que se deriva de la comparación del "ver" con el "juzgar" emerge el "ACTUAR".
Juzgar con una finalidad
Juzgar es tomar conciencia del pecado del mundo, personal y social entrelazados en las estructuras injustas de la sociedad, de las cuales somos generalmente cómplices en diverso grado. Es el momento de evaluar lo que está en juego con lo que pensamos, decimos, hacemos y en realidad esperamos.
"Ver", nos muestra la realidad cómo es, dónde estoy parado. En el Juzgar, vamos a las causas de porqué la realidad es así, de dónde sale lo que vemos, cómo se ha llegado hasta allí…para reorientar el camino.
Pero el juzgar de la DSI, no es una mera evaluación aséptica de la realidad. Es tomar partido. Así lo hace Laudato Si respecto a la crisis eco-social: “No nos servirá describir los síntomas, si no reconocemos la raíz humana de la crisis ecológica. Hay un modo de entender la vida y la acción humana que se ha desviado y que contradice la realidad hasta dañarla. ¿Por qué no podemos detenernos a pensarlo? … propongo que nos concentremos en el paradigma tecnocrático dominante y en el lugar del ser humano y de su acción en el mundo”. (LS 101)
Juzgar es “recalcular” hacia el Reino de Dios y su Justicia
Juzgar es poner el GPS de la vida en modo “recalcular” porque la figura de este mundo nos anestesia en el individualismo, la competitividad a muerte, el consumismo y el entretenimiento sin fin. Y si no nos damos cuenta, "nos llevan puestos". Podemos tener los mejores medios tecnológicos de la historia, pero no sabemos para donde ir, ni porqué estamos donde estamos. Necesitamos saber dónde está nuestro corazón, si va la dirección de la Opción fundamental (S. Tomás) de seguir a Cristo. Juzgamos si nuestros actos personales y sociales consolidan la búsqueda del Reino de los Cielos y su justicia”.
Pero existe otra manera de juzgar: el moralismo, que confronta solo con un reglamento, en un afán de competición por llevarse hipócritamente “la medalla del más bueno”: trata de demostrar que los otros son peores que uno. Como el fariseo que va a orar al templo: "Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: estafadores, injustos, adúlteros..." (Lc, 18).
Es también moralismo el de las ideologías con su pretendida "superioridad moral": "fariseos, hipócritas! porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe (Mt 23).
Si la lucha contra la desigualdad no se vive en un contexto de trascendencia y fraternidad, pierde su norte y solo sirve para odiar y alentar resentimientos que no construyen el Bien Común. Menos aún la moralina burguesa cuyo único criterio es la satisfacción del individuo aislado, propietario y en el poder, bajo pátina de justificación meritocrática y religiosa.
El moralismo desvincula el juicio de los actos humanos del itinerario trascendente y liberador hacia un Tú: "el que quiera salvar su vida la perderá y el que la pierda por mí y el Evangelio, la encontrará" (Lc 9,22) La auténtica santidad no es dar tantas vueltas sobre uno mismo ni sobre la santidad, sino el seguimiento apasionado de Jesús y la participación en su Reino donde los "otros" son amados, alimentados, sanados, incluidos...
No hay juicio moral neutro porque detrás de toda moral hay una antropología y una teología acuñados en el Pueblo de Dios, a lo largo del tiempo, por la comprensión de la Revelación en su diálogo con la razón.
Juzgamos la realidad desde la pertenencia a esta comunidad. “Somos enanos en los hombros de gigantes” (Bernardo de Chartres) Todo aprendizaje es memoria y diálogo con la tradición: si queremos que cada generación afronte los nuevos desafíos, tendrá que situarse a la altura heredada. Aunque es lógico filtrar lo realmente válido de las tradiciones, no es realista descartar a priori tanta experiencia. La acción del Espíritu Santo ha ido profundizando pedagógicamente a lo largo de los siglos, la comprensión del misterio revelado por Jesús.
Pero esta pertenencia no es solo doctrinal, es compartir la experiencia divina del amor hecho carne entre nosotros. Sin esta experiencia del acogimiento verdadero -no proselitista- el Acontecimiento cristiano deviene en ideología y manipulación de sus dirigentes, lo que el Papa llama enfermedad del clericalismo.
El actual “Camino sinodal» significa discernimiento y búsqueda del Reino de Dios, como comunidad cristiana en la Historia. Ése es el sentido de una tradición viva en la Iglesia. En el Pueblo de Dios nadie debería ser descartado, tampoco quienes nos precedieron en la fe. Ser católico es decir “aquí hay lugar para todos”, porque la Gloria de Dios es que todos participemos.
…Un Pueblo que es sal de la tierra
Esta pertenencia al Pueblo de Dios, no debería alejarnos del mundo, ni un medio para huir arriba (espiritualismos desencarnados) o adelante (ideologías inmanentes) o hacia dentro (meditación narcisista).
Nos hace estar en el corazón del mundo, como la sal de la tierra, asumiendo la realidad porque “lo que no se asume, no se redime” (S.Ireneo). Desde el comienzo del cristianismo, tenemos relatos como la carta a Diogneto (s.II) que nos muestra el compromiso en el mundo y su tiempo: "Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto"...
Pertenecer a este pueblo no debería convertirnos en una secta, porque es un pueblo “puente”, “sacerdotal”, fundado por Dios para unir a los hombres con Dios y entre sí. Es una identidad en la cual, “los gozos y las esperanzas de los hombres son las propias” (GS 1)
Juzgar desde la Misericordia
“Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos recibirán misericordia” (Mt 5). Juzgar debe ser un acto de misericordia, porque solo la misericordia vence y transforma al pecado y hace del pecador una persona nueva. Jesús nos misericordeó hasta el fin: “Padre, Perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc.23).
En las Bienaventuranzas, Jesús toma partido por los pobres, los que sufren, los perseguidos, los excluidos de todo tipo y descarta a los epulones satisfechos y egoístas (Lc 6). A partir de esto, sólo hay una lógica cristiana para alcanzar la bienaventuranza: poner nuestros talentos al servicio de tales bienaventurados. Ellos son los ciudadanos del Reino por derecho divino y el rostro de Cristo en este mundo.
El modelo de todo juicio
Por último, debemos recordar que nuestros juicios son parciales, no deberían pretender separar el trigo de la cizaña. Sólo Dios, que conoce el corazón de todos, puede realizar juicios definitivos de las personas, el tiempo de Dios es Kairós, tiempo de salvación.
El Juicio Final, desde la Misericordia, orienta nuestro juzgar: “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed…cuándo te vimos así? cada vez que lo hicisteis por uno de los más pequeños, lo hicisteis por mí”(Mt 25). Si no nos ponemos en lugar del otro, del que sufre y es excluido, jamás entenderemos la lógica de Jesús.
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