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Vivimos en un tiempo de profunda transformación cultural y espiritual. La disolución de los grandes relatos, la multiplicación de identidades fragmentadas y una secularización del sentido han generado un vacío existencial que, paradójicamente, el neopaganismo y el clericalismo intentan llenar, cada uno a su modo.
Ambos fenómenos, aunque opuestos en apariencia –uno por exceso de inmanencia, el otro por una falsa trascendencia–, comparten una raíz común: la ruptura con una sabiduría integral que motive a vivir en comunión. Frente a ellos, la sinodalidad podría ser no solo un método eclesial, sino como una verdadera paideia civilizatoria, un camino de sabiduría compartida para una Iglesia que busca renacer en los umbrales del tiempo con esperanza y anunciar un Evangelio verdaderamente liberador.
El neopaganismo contemporáneo no es simplemente un retorno a antiguos mitos, sino una manifestación del colapso de los saberes integradores que alguna vez ofrecieron sentido, orientación y profundidad espiritual. En la era digital, el exceso de información sin discernimiento, ha sustituido la sabiduría por ruido emocional. Mientras la modernidad construyó su proyecto alternativo en torno a la razón (de allí las ideologías como utopías redentoras inmanentes), en la actualidad es también la razón lo que está en peligro. Su limitación al ámbito tecnocrático consumista menosprecia el sentido cultural y humanístico de su uso.
En este contexto, el sujeto posmoderno busca su propia espiritualidad en clave individualista y sin comunidad, dando lugar a un sincretismo superficial donde se mezclan tradiciones sin coherencia ni compromiso. La religión institucional, desacreditada por sus escándalos y su rigidez jerárquica, es sustituida por creencias "frankestein", hechas a medida, donde lo importante ya no es la verdad ni el amor al prójimo, sino el bienestar subjetivo. Esta espiritualidad, sin ética ni alteridad, no transforma la vida ni construye comunidad; es un refugio narcisista que oculta el conflicto interior y la responsabilidad social.
Al mismo tiempo, crece un pot pourri de formas de "espiritualidad" o "visiones alternativas" que, aunque apelan a lo trascendente, se vuelven evasivas: astrología, energías cósmicas, reencarnaciones, prácticas new age que prometen conexión sin conversión, "experiencias" pasajeras sin verdad. Estas expresiones de "fe" emocional, ligeras y pasajeras, responden más al consumo y el postureo que a la búsqueda de sentido. Son formas de "religiosidad líquida" que no interpelan ni incomodan, y que refuerzan el individualismo en lugar de abrirse al otro y al otro que sufre.
Finalmente, el vacío dejado por la razón crítica y la tradición ética ha sido ocupado por el conspiracionismo y el tribalismo digital. En lugar de diálogo y pensamiento, proliferan burbujas de creencias cerradas, hostiles a la ciencia y a la complejidad del mundo. La verdad se reemplaza por la emoción viral del influencer o del gurú de turno. Esta dispersión disfrazada de espiritualidad es uno de los mayores desafíos para la fe cristiana.
Es cierto que "el hombre posmoderno no ha dejado de creer en Dios; ha dejado de creer en la Iglesia" (Ch. Taylor, La era secular). Pero también ha dejado de asociar la felicidad a un proyecto compartido, a un nosotros comunitario y profético que transforma la historia. Por eso, aquello que Jesús llama “Reino de Dios”, se vuelve epistémicamente incomprensible para este neopaganismo: "Yo he venido a este mundo para que los que no ven, vean, y los que creen ver, sean cegados" (Jn 9)
Frente a la crisis de sentido de la sociedad contemporánea, el clericalismo eclesiástico emerge no como una solución, sino como un reflejo de ese mismo vacío, aunque desde una perspectiva opuesta al neopaganismo. Es la absolutización del poder sagrado y la exclusión de la inteligencia comunitaria, esta forma anacrónica de religión vacía al Evangelio de su potencial transformador, presentándose como un verdadero anti-Evangelio que privilegia el control sobre el diálogo y la jerarquía sobre la comunión.
Además, se observa una lamentable ignorancia pastoral y un desprecio por los saberes laicos –como el arte, la filosofía o las ciencias sociales–, privando a la Iglesia de herramientas esenciales para comprender y dialogar con el mundo. La obligatoriedad del celibato, un tema que tarde o temprano deberá ser abordado seriamente, es señalada como un factor que genera seres humanos sesgados y deshumanizados, inhabilitados para comprender la vida real en su complejidad. A tal punto esta disciplina es condicionante del actual clericalismo que los sacerdotes casados, en la práctica, son ninguneados y excluídos de modo absoluto de toda pastoral orgánica y hasta las mismas reuniones del Sínodo: ¿por qué les tienen tanto miedo?
Como proféticamente afirmó el cardenal Carlo Maria Martini, "el clericalismo es una herejía porque niega la universalidad de la gracia". Es una máquina de excluir. Esta herejía eclesiástica, al confundir el servicio con el dominio, se convierte en un contra-evangelio que no quiere "perder el tiempo" en ir a las periferias, habla un lenguaje autorreferencial y ofrece respuestas anacrónicas y rígidas a preguntas complejas.
Prioriza el poder sobre la misericordia, impidiendo sanar heridas: "¡Ay de vosotros, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres!" (Mt 23:13). En esencia, el clericalismo es una forma de ignorancia contumaz que niega la sabiduría como búsqueda comunitaria de la verdad y el seguimiento de Cristo en el camino.
Frente al neopaganismo emocionalista y al clericalismo autorreferencial, el Evangelio se presenta como una sabiduría encarnada, que integra razón, experiencia, fe y comunidad. En este horizonte, la sinodalidad no es simplemente un procedimiento eclesial, sino una forma de ser Iglesia que responde a la crisis cultural y espiritual de nuestro tiempo. Recuperando la tradición intelectual del cristianismo —de Agustín a Edith Stein—, se propone una teología pública capaz de dialogar con la ciencia, el arte y las diversas búsquedas humanas, en una articulación creativa entre lo sagrado y lo humano. Dios espera de sus hijos, respuestas creativas de Misericordia, no mero cumplimiento farisaico de reglamentos.
Esta propuesta sinodal reconoce que la verdad del Evangelio no está confinada a castas clericales ni a élites académicas, ni a sectas eclesiásticas (algunos movimientos y organizaciones) sino que brota en las periferias existenciales: en los excluidos del mundo, en las mujeres teólogas, en los sacerdotes casados, en los pueblos que luchan por la justicia. Pretender hacer una sinodalidad excluyendo a priori grandes colectivos ignorados hasta ahora, significará una perorata clericalista más.
Mientras el mercado burgués se pregunta incómodamente ¿qué hacemos con los molestos pobres?, -ese "residuo" excesivo de esta cultura tecnocrática y consumista-, la paideia cristiana comienza la redención del mundo y su sentido a partir de ellos: "Felices los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos"(Lc 6,20)
La sinodalidad, en su dimensión pedagógica y espiritual, requiere convertirse en una nueva paideia, una escuela de sabiduría comunitaria a partir de la sabiduría de la Cruz: los crucificados. Desde allí el Espíritu convoca la pluralidad de voces y saberes. Liturgia y justicia, contemplación y acción, revelación y experiencia popular no se oponen, sino que se fecundan mutuamente.
Más que imponer doctrinas, esta Iglesia sinodal está re-aprendiendo a caminar entre el pueblo, acompañando procesos y transformando estructuras injustas. En ella la autoridad no se impone, sino que se discierne colectivamente y "hace crecer". El ejemplo del Sínodo Amazónico muestra cómo la sinodalidad puede ser un umbral donde la Iglesia aprende de la historia, escucha el clamor de la tierra y convierte el dolor colectivo en celebración litúrgica. El Evangelio se vuelve aquí no solo anuncio, sino también encarnación liberadora.
poliedroyperiferia@gmail.com
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