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Cuando la Patria se Vuelve Ídolo y la Fe una excusa para la violencia
Introducción: Cuando la Patria se Vuelve Ídolo y la Fe una excusa para la violencia
En tiempos marcados por polarización y discursos de odio disfrazados de “protección identitaria”, la fe cristiana enfrenta una herida profunda: la complicidad de muchos creyentes con prácticas excluyentes hacia el inmigrante. ¿Cómo puede un Evangelio que proclama la acogida ser manipulado para legitimar fronteras del miedo? Esta contradicción no es solo moral, sino teológica: una “herejía práctica” que niega la encarnación misma del Amor de Dios.
Como advierte Amin Maalouf, cuando una identidad se percibe amenazada, “se convierte en una identidad asesina”. El nacionalismo, transformado en amor tóxico, adora una patria cerrada en sí misma, construida sobre muros y no sobre puentes. No solo eso, sino que ha logrado instalar en la sociedad que la inmigración es su principal problema, cuando no lo es. Pero "miente y algo quedará", lo suficiente para aumentar su poder político y ampliar el margen electoral a través del miedo y la ignorancia.
Frente a esto, urge recuperar un inteligente “patriotismo samaritano” que no tema al otro, sino que lo acoja, proteja, integre y promueva (Francisco), como hermano. Solo así se desmontan las ideologías del odio que preceden a los crímenes. Éste es un proyecto a largo plazo, que resuelve problemas complejos de fondo, como lo hace el Evangelio, no la perorata simplista de grupos de choque mesiánicos.
La migración, presente desde los orígenes bíblicos, es un lugar teológico donde Dios revela su voluntad de justicia y acogida. Israel y Jesús comparten una memoria migrante que exige solidaridad con el forastero. Así, la fe cristiana se define por una koinonía sin muros, donde acoger al extranjero es una obligación sagrada, no una opción.
Como señala Yuval Noah Harari, "La pureza étnica es un invento moderno; la humanidad siempre ha sido una red de migraciones" (2015). En esta misma línea, Amin Maalouf insiste en que "nuestra identidad está hecha de la suma de nuestras pertenencias" y la pretensión de reducirla a una sola es una forma de "despojarla de su riqueza". Teológicamente, la "elección divina" de Israel (Dt 7) fue siempre para el servicio universal ("serán bendecidas todas las familias de la tierra" - Gn 12), nunca para la exclusión tribal.
La "herejía del pueblo puro" subyace actualmente a la ideología nacionalcatólica, que fusiona símbolos religiosos populares con identidades nacionales (ej., "España, reserva espiritual de Occidente", hacer “santa” a una reina que expulsó etnias enteras en nombre de la pureza de la fe y luego machacó a los "sospechosos" con genealogías e inquisiciones, etc.), creando un "Dios a medida" que, como critica Metz, es "un ídolo" (1977).
Bartolomé de las Casas ya denunció en el siglo XVI que "Dios no hace acepción de pueblos" (Historia de las Indias, 1552), confrontando así el "destino manifiesto" que justificaba genocidios en nombre de una evangelización cómplice y legitimadora de la colonización.
Algunos sectores del catolicismo han caído en una complicidad ideológica con la xenofobia, escudándose en una espiritualización de la caridad que limita la acción al asistencialismo sin tocar las causas estructurales de la migración. Este enfoque privatiza la moral cristiana, olvidando la denuncia del pecado social, como advirtió Juan Pablo II, y reduciendo la fe a una piedad estéril que tranquiliza la conciencia sin incomodar el sistema.
Las migraciones no son fenómenos casuales, sino fruto de un orden económico global profundamente injusto que, como señala el Papa Francisco, “mata”. La indiferencia ante esta violencia estructural convierte a muchos en cómplices pasivos de un sistema que margina y excluye. Ignorar el sufrimiento del migrante es negar nuestra corresponsabilidad fraterna, repitiendo la pregunta evasiva del homicida Caín: “¿Soy yo el guardián de mi hermano?”.
Esta complicidad también se reviste de un discurso teológico distorsionado que manipula la identidad cristiana para justificar exclusiones. El racismo cultural disfrazado de ortodoxia invoca la fe para cultivar miedos, proyectando en el migrante el rol del chivo expiatorio, como explicó René Girard. Así, se sacrifica al inocente en nombre de una falsa pureza, olvidando que la Eucaristía es comunión abierta, no privilegio étnico.
El nacionalcatolicismo, que perdura en tantos clérigos nostalgiosos de un "Ancien Régime" que lo atiborraba de privilegios, al fundir clericalismo con nacionalismo excluyente, convierte la fe en instrumento de poder y exclusión, traicionando el Evangelio. No basta que estos grupos ultras compartan con la doctrina eclesial algunas coincidencias bióéticas cuestionadas en la actualidad. Esta ideología “sacraliza” la patria como mito puro, interpretada por grupos mesiánicos que presumen conocer la "esencia" de la nacionalidad que solo ellos dicen garantizar.
Que no se hagan multitudinarias manifestaciones antiracistas en las calles, como ha sucedido en otros países europeos, es todo un síntoma de la fuerte influencia de este clericalismo nacionalcatólico, que paraliza la protesta ante las injusticias que claman al Cielo.
Frente a la xenofobia, la Iglesia propone un "patriotismo samaritano", donde el sano y necesario amor a la patria, se concilia con la apertura universal. El samaritano de la parábola (Lc 10) rompe las fronteras étnicas y religiosas e invierte sus recursos en el "enemigo" herido. Este es el modelo evangélico de amor a la patria: un bien cultural que debe integrarse en el bien común universal (FT, 11), sin ser exclusivo.
La tierra es don de Dios (Dt 8), pero también suya ("La tierra es mía; ustedes son solo forasteros y huéspedes míos" - Lv 25), desautorizando cualquier pretensión de propiedad absoluta o exclusiva de una identidad nacional, como también lo señala la doctrina católica del "Destino Universal de los Bienes".
El patriotismo cristiano es creativo y construye puentes (FT 54) en lugar de muros (FT 42), ve en el migrante a Cristo (Mt 25) en lugar de culparlo (el chivo expiatorio), y concibe una identidad en diálogo (FT 134) en lugar de una identidad estática, mesiánica e idolátrica. Como reza el Salmo 24: "Del Señor es la tierra y su plenitud, el mundo y los que en él habitan."
La verdadera pureza es la comunión, no la exclusión. La identidad cristiana no se defiende con alambradas, sino con mesas compartidas (Mc 2). Para lograrlo, urge una conversión sinodal que implique deconstruir el imaginario xenófobo en homilías y catequesis, narrando las historias bíblicas de migrantes como Rut la moabita (antepasada de David, Rt 4) o la Sagrada Familia.
Es fundamental que la Iglesia promueva la conciencia de nuestras identidades múltiples y fluidas, tal como propone Maalouf, para evitar que una sola de ellas, exacerbada por el miedo y la paranoia, se convierta en "asesina". Debemos celebrar liturgias fronterizas —misas en lenguas migrantes, oraciones ecuménicas e interreligiosas por los que huyen de la guerra y el hambre— que nos hagan ejercer la universalidad de la Iglesia. Las comunidades deben crear redes de acogida, transformando parroquias en "hospitales de campaña" (Evangelii Gaudium, 49), como las Casas de Hospitalidad de Dorothy Day.
La xenofobia católica no es un "error accidental", sino una estructura de pecado que niega la Encarnación (1 Jn 4:20). El mito del "pueblo puro" no solo es históricamente falso, sino teológicamente herético. Como dijo el Papa Francisco, "Nadie es extranjero en la Iglesia, nadie es excluido en el pueblo de Dios" (Fratelli Tutti, 141). La verdadera pureza es la comunión con los "impuros", con aquellos que el sistema excluye, nunca lo es aliarse con sus sicarios. La Iglesia que abraza lo humano y que busca el Reino de Dios no tiene patria en el sentido nazionalista, porque su Reino es un abrazo universal.
poliedroyperiferia@gmail.com
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