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La Esperanza insurgente del Adviento
No hay sinodalidad sin Pueblo
La Iglesia contemporánea se enfrenta a una disyuntiva existencial que marca su credibilidad y significado profético en un mundo fragmentado: la de la Sinodalidad. Sin embargo, lejos de ser un mero ajuste organizacional o de reuniones protocolares, emerge como una revolución eclesiológica profunda que exige recuperar la concepción de Iglesia como "Pueblo de Dios" y desarticular el clericalismo, como herejía que pervierte la esencia misma de la comunión eclesial.
La comprensión auténtica del "pueblo" es indispensable para la sinodalidad, frente a la colonización interna del clericalismo a lo largo de la historia y los usos degradados de la sociedad actual. Esto liberará el camino hacia una Iglesia que abrace su ser de "Pueblo de Dios" para la misión en el siglo XXI.
Actualmente es difícil comprender el concepto de "pueblo" como una realidad humana comunitaria básica. Esto es un síntoma de una crisis más profunda del Occidente opulento y desentendido del destino de la humanidad. La matriz cultural del individualismo liberal, priorizada desde la Ilustración y el capitalismo, han fragmentado la existencia humana.
Este vaciamiento del concepto de "pueblo" es agravado, en la sociedad, por su instrumentalización política: Es "demonizado erróneamente como sinónimo de populismos izquierdistas" (liderazgos autoritarios tribales para luchar eternamente contra las elites) , o "manipulado en nacionalismos xenófobos de ultraderecha"que secuestra el concepto para excluir (ej. solo los que pertenecen, étnicamente puros, como en el völkisch nazi o el MAGA trumpista), o, desde una "mente ilustrada, se lo considera algo primitivo y poco funcional a la actual sociedad tecnocrática individualista y consumista".
Por último, el paradigma tecnocrático denunciado por Francisco en Laudato Si, delega la gobernanza social a "expertos", despreciando la sabiduría popular como "irracional", generando una paradoja donde "mientras las élites celebran la 'diversidad', niegan la participación política a las comunidades concretas (ej.: indígenas, campesinos, migrantes)". Esta manipulación y desprecio impiden la noción de pueblo como "sujeto histórico diverso y plural pero unido por bienes comunes".
Es en este contexto de erosión del concepto de "pueblo" el clericalismo también suma al interior de la Iglesia su distorsión herética. Es una "idolatría que se erige por sobre el Pueblo de Dios. No es solo cuestión de "malos clérigos", sino un sistema de dominación sacralizada que pervierte la naturaleza de la Iglesia. Al ser un pecado estructural, sólo puede repararse mediante cambios estructurales, no meras predicaciones espiritualistas.
Sus mecanismos de "colonización interna" son sutiles y devastadores:
Paternalismo clericalista: El clero asume un rol de "padre que todo lo sabe y decide", especialista exclusivo en "dios y vida espiritual" que "infantiliza" al laicado, reduciéndolo a "eterna minoría de edad espiritual". Esto "anula la capacidad de discernimiento adulto (sensus fidei) y perpetúa la dependencia". Este comportamiento contradice el anhelo de Jesús: "Ya no os llamo siervos, sino amigos" (Jn 15:15).
Sacramentalismo mágico: Los sacramentos son administrados exclusivamente por el clero como "rituales de validación clerical", desconectando la fe de la transformación social y de la vida. El Bautismo como origen de un Pueblo Sacerdotal, pasa a segundo plano y la Eucaristía, en lugar de ser un "compromiso con los hambrientos", suele convertirse en un objeto de contemplación evasiva sin consecuencias vitales. Esto contradice la visión conciliar que ve los sacramentos como "signos de la Alianza, no herramientas de poder" (cf. Sacrosanctum Concilium, 59), domesticación, apaciguamiento, sometimiento, temor reverencial, resignación, etc.
Manipulación de conciencias y proselitismo: El uso del púlpito, la confesión o el miedo al infierno para "imponer agendas políticas o morales" genera un "pueblo incapaz de pensar por sí mismo (moral heterónoma)". El proselitismo, la búsqueda de "números" sin "conversión integral", conduce a "comunidades superficiales, sin raíces en el Reino" (cf. Mt 13:20-21) ni compromiso por la Justicia.
Identificar el Reino de Dios con el reino de los clérigos, donde la iglesia es una jerarquía sacralizada que controla y excluye mujeres, sacerdotes casados y otros colectivos. La Sinodalidad requiere igualdad y el "fin del celibato obligatorio" (como ya ocurre en las Iglesias orientales desde el inicio del cristianismo) y la "ministerialidad de las mujeres, para que la Eucaristía sea un "banquete comunitario, no un 'premio' controlado por un clero autorreferencial y encerrado en una burbuja patológicamente sacralizada".
Asistencialismo sin liberación: "Dar pan, pero negar participación en las decisiones" reduce a los pobres a "objetos de caridad, no sujetos de su liberación" (cf. Evangelii Gaudium, 188). Esto impide una "lucha contra las estructuras de pecado" y se queda en la limosna que tranquiliza la conciencia burguesa, sin exigir cambios sistémicos.
Folklorismo religioso: Reducir la piedad popular a "espectáculo emocional" sin conexión con la justicia, aliena la fe y le impide "cuestionar las estructuras sociales, políticas y culturales de pecado". Hay que discernir muy bien entre piedad popular como signo profundo de la fe de un pueblo y fermento de la lucha social frente a su manipulación y domesticación que la desactiva.
Todas estas tácticas convergen en una "Iglesia infantilizada", con "comunidades de sacristía" mudas ante la injusticia y una fe privatizada, incapaz de incidencia pública o sinodalidad. El clericalismo es "herejía" porque niega la verdad de que "todos son corresponsables" (LG 31) y que "el Espíritu habla a través del pueblo entero" (LG 12).
La sinodalidad es una urgencia eclesial y no una moda pasajera. Representa una transformación profunda inspirada en el Espíritu de Pentecostés, que desmantela estructuras clericales obsoletas y da paso a una Iglesia corresponsable, misionera y encarnada en el pueblo. Sin cambios reales, corre el riesgo de ser una fachada participativa sin impacto.
Esta renovación requiere una reforma institucional que supere el modelo jerárquico, dando a los sínodos poder vinculante y abriendo espacios de liderazgo a laicos y mujeres. Implica reformular el Derecho Canónico para recuperar una Iglesia-comunión con base evangélica, no una estructura de poder clerical.
Desclericalizar es clave para liberar el Evangelio, desde ministerios repensados como servicio, no como superioridad, abrir el debate sobre el celibato obligatorio, habilitar los sacerdotes casados y la participación ministerial de la mujer.
La Iglesia, como "Pueblo de Dios en camino", está llamada a ser una "eclesiología del éxodo", "no una fortaleza", sino un "hospital de campaña" que acoge a los heridos en las periferias abandonadas del mercado social y eclesial. Es el "único 'nacionalismo' que la Iglesia puede proponer: el de la patria común del Reino de Dios, donde nadie es ilegal y todos son ciudadanos" (Mateo 25:35: "Fui forastero y me acogisteis").
¿Por qué la sinodalidad también puede ser una propuesta para las sociedades del mundo? La sinodalidad, entendida como “caminar juntos”, va más allá de la estructura eclesial y se presenta como una alternativa social y política para un mundo fracturado por el individualismo, el autoritarismo y la crisis de participación democrática, un mundo que ha perdido la fraternidad que se vive cuando se es un Pueblo. Frente a democracias vacías y populismos autoritarios, ofrece un modelo de gobernanza con autoridad distribuida, participación constante y escucha activa. Un modelo que opere a modo de contagio, de ver sus frutos de fraternización, su capacidad de humanizar y resolver conflictos, de abarcar a todos.
Además, responde a desafíos globales como la exclusión, proponiendo una inclusión radical de voces marginadas y una economía basada en el bien común, como se ve en experiencias como la Economía de Francisco. En medio de la polarización cultural, la sinodalidad promueve el diálogo, la escucha y el consenso sin uniformidad, como lo evidenció el Sínodo de la Amazonía.
También ofrece un sentido de comunidad y trascendencia ante el vacío espiritual de muchas sociedades, integrando lo local y lo global mediante una gobernanza “glocal” que privilegia la subsidiariedad y la solidaridad universal. Sin embargo, hay riesgos: puede ser cooptada, resultar ineficaz ante urgencias o caer en el relativismo.
Como dijo el Cardenal Lustiger, "La Iglesia no existe para sí misma, sino para ser sacramento de unidad del género humano". La sinodalidad es ese sacramento en acción.
La Iglesia se encuentra en un "Kairós", un momento decisivo. La Sinodalidad es el "último llamado del Espíritu" para renovar la Iglesia como Pueblo de Dios o morir como institución de falsas tradiciones y dominio clerical. La elección es entre "aferrarse a sus riquezas institucionales (privilegios clericales, poder sacralizado, doctrinas rígidas)" o "abrazar la pobreza evangélica de una Iglesia servidora, sinodal y encarnada en el mundo herido", como el joven rico de Marcos 10:22 que se marchó triste.
poliedroyperiferia@gmail.com
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