Una travesía entre los miedos del mundo hacia el Belén de las Periferias
La Esperanza insurgente del Adviento
La Iglesia peregrina real frente a la idealizada y sus consecuencias
La tentación de idealizar a la Iglesia, de verla como una institución perfecta e inmaculada, confundida con la Iglesia celestial, es una distorsión alimentada por un clericalismo que suele ocultar sus propias heridas en lugar de sanarlas.
Existe un contraste entre la Iglesia idealizada y la Iglesia real que peregrina en este mundo, con luces de santidad y sombras como el caso del obispo Zornoza, victimario y víctima de un sistema religioso necesitado de reforma. Él tendrá que dar cuentas sobre su responsabilidad legal y moral, pero el problema no acaba allí; es la punta de un iceberg institucional contrario al Evangelio.
El clericalismo, “una de las perversiones más grandes de la Iglesia”. (Francisco, 2018). Pretende preservar una imagen de perfección institucional y concibe “la Iglesia como fin que justifica los medios” en vez de ser una herramienta al servicio del Reino de Dios. Esta iglesia idealizada o “sociedad perfecta” no ve la necesidad de cambios, imposibilita la “iglesia en salida” y la sinodalidad. Quiere ofrecer seguridad en un mundo inestable, pero la sustenta en su poder, el temor reverencial y la impunidad como casta sagrada.
La Iglesia peregrina o “Pueblo de Dios” (Vaticano II), por el contrario, es aquella que reconoce sus límites y, a pesar de sus fallos, sigue adelante con humildad y esperanza, en constante reforma para ser fiel al Evangelio. Es la que, reconociendo sus pecados, puede ser sanada por la Misericordia que habita entre nosotros y nos llama a sanar el mundo.
En estos días, la realidad vuelve a interpelar a la Iglesia con la pederastia del obispo Zornoza, que se suma a los innumerables clérigos que han destruido vidas inocentes— y confirma brutalmente que el problema "no es biográfico sino que es estructural". La Iglesia idealizada no sabe qué hacer con estas llagas, porque no encajan en su canon de perfección imaginaria. La Iglesia peregrina, Pueblo de Dios encarnado en la realidad, en cambio, reconoce en esas heridas una llamada a la conversión, a pedir perdón y, sobre todo, a cambiar estructuras.
El contraste entre ambos modelos no es solo académico: es una encrucijada que puede hacer a la Iglesia más fiel al Reino… o más encerrada en la idolatría de sí misma. Como decía Thomas Merton: "El mayor peligro para la fe no es el ateísmo, sino la idolatría de idealizar una imagen de Dios que no es Dios, y luego adorar esa imagen en lugar de al Dios vivo y real, que siempre nos supera." Además, cabe agregar que las idolatrías no son errores ingenuos, sino que se tejen para someter, nunca para liberar. El clericalismo es un sistema idolátrico de dominación "religiosa".
La Iglesia idealizada se ha construido cuidadosamente con capas de “doctrinalismo”, poder y estatus. No es una confusión inocente; es una ideología planificada por el clericalismo para autopreservarse. Hans Küng lo sintetizaba: “Una Iglesia que se concibe a sí misma como un sistema perfecto deja de escuchar al Espíritu.”
Este modelo sostiene que la Iglesia, al ser indefectible, no necesita reforma. Confunde la promesa de Cristo —“las puertas del infierno no prevalecerán” (Mt 16,18)— con una supuesta impecabilidad institucional. Y claro, si la Iglesia no se equivoca, cualquier crítica suena a un ataque contra Dios. Se instala así una peligrosa inmunidad a la crítica, donde autodefensa y autojustificación sustituyen a la conversión y comprensión del Evangelio en la realidad. La ironía es evidente: el tradicionalismo idealizado dice fundarse en el “modelo apostólico” mientras sostiene un sistema que los Apóstoles jamás hubieran reconocido.
La sociología de la religión lo confirma: “las instituciones que se transforman desde dentro preservan mejor su vitalidad pública que aquellas que se protegen mediante muros defensivos” (José Casanova). La Iglesia, al haber fallado en su autocrítica y no convocar sinodalidad real para los cambios de fondo, ha perdido gran parte de la confianza de sus fieles.
Una de las piedras angulares de esta Iglesia idealizada es la angelización del clero. Se sacralizan los sacerdotes como seres etéreos: sin afectos públicos, sin esposa, sin hijos, sin ambigüedades humanas. Como si la gracia anulara la psicología, la madurez afectiva o los límites personales. Pero la negación de la realidad tiene consecuencias.
El celibato libremente elegido es un hermoso carisma; pero imponerlo obligatoriamente como extorsión para recibir el Orden Sagrado, lo convierte en una mutilación institucionalizada. No porque el celibato cause abusos, sino porque su dogmatización genera dobles vidas, afectividades clandestinas, ausencia de acompañamiento emocional y un sistema de clérigos intocables e impunes (salvo lío de la prensa). Una estructura en la que nadie rinde cuentas y el Derecho Canónico protege a la jerarquía es una estructura impune que reproduce arbitrariedades y abusos.
El sociólogo Pierre Bourdieu ayuda a comprender la resistencia al cambio institucional: las estructuras generan habitus, modos de percibir el mundo. Cualquier modificación amenaza esa estabilidad simbólica adquirida, razón por la cual el clericalismo reacciona con tanta fuerza cuando se intenta modificar el celibato obligatorio.
No se está discutiendo solo una "disciplina", sino cómo el poder eclesiástico se ha organizado y legitimado hipócritamente durante siglos con una disciplina muy ideal pero poco real.
El caso de Zornoza —como tantos otros— no es una rareza ni un “accidente lamentable”. Es fruto de un sistema que sacraliza al clero y minimiza o silencia a las víctimas, garantizando impunidad. La Iglesia idealizada prefiere pedir perdón abstracto antes que cambiar sus estructuras concretas.
Jesús nunca culpó al mundo, sí confrontó al establishment religioso, la raza de víboras, como lo llamaba. Amó hasta el extremo, comía con pecadores y combatía aquella pantomima farisea que se creía perfecta y era insensible al sufrimiento humano.
La Iglesia peregrina no vive de la apariencia ni de los "trendigs topics", sino del Evangelio. Lleva un tesoro en vasijas de barro (2 Cor 4,7), y por eso no teme mostrarse frágil. Reconoce sus pecados y por eso puede sanar. Es la Iglesia que quiso el Vaticano II: Pueblo de Dios en camino, no una élite instalada de perfectos que reproducen “lo de toda la vida” para su propia conveniencia.
Autocrítica como acto de fe: La Iglesia peregrina asume que “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos” (1 Jn 1,8). Sale de su falsa seguridad y se arriesga a mirarse en el espejo de sus víctimas, sin filtros. No teme reconocer que necesita reforma continua (Ecclesia semper reformanda), porque su identidad no es la autosuficiencia, sino la Misericordia.
Decía John Henry Newman que “vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado a menudo”. Mientras la Iglesia idealizada se esconde tras doctrinas autoreferenciales rígidas, la Iglesia real se arrodilla para pedir perdón y para cambiar aquello que causa dolor. Por eso escucha a los profetas y se abre a reformas que la Iglesia idealizada ni quiere oír:
Una Iglesia que integra y que escucha: La Iglesia peregrina sabe que la santidad no es privilegio de pocos, sino vocación de todos. Por eso es inclusiva, dialogante, humilde. Asume que Dios habla en su Pueblo (Lumen Gentium) y no solo a quienes llevan sotana. Es el "sentido de la fe" (“sensus fidei”, LG 12), que reside en todo el Pueblo de Dios. Pero la Iglesia idealizada suele sospechar del Pueblo, como si la verdad dependiera solo de la élite ordenada.
La Iglesia peregrina se aleja de las ideologías religiosas que manipulan apariciones mágicas o devociones de consumo para evadir compromisos políticos y sociales. No necesita cruces gigantes que prometen perdones automáticos; necesita cireneos que carguen la cruz del hermano. Es la Iglesia que cree de verdad que “lo que hicieron con uno de estos pequeños, a mí me lo hicieron” (Mt 25,40). Allí donde hay un pequeño o una víctima, está Cristo.
La Iglesia idealizada es, en el fondo, más platónica que cristiana. Ama las ideas puras, las bibliotecas completas de documentos correctos, no las personas concretas. Prefiere la perfección abstracta a la realidad encarnada. Quiere un clero angelical y una institución inmutable aunque, para sustentarlo, tenga que sacrificar inocentes y encubrir cómplices. Prefiere canonistas que la justifiquen antes que profetas que denuncien y anuncien.
Se siente cómoda con los poderosos y ejerce la “prudencia de la carne” (Gutiérrez) que es funcional a la injusticia del sistema de explotación del hombre por el hombre.
Si esta iglesia idealizada no cambia con lo que los Sínodos han expresado, a pesar de las manipulaciones clericalistas, a qué espera? ¿Cuántas plagas más como la pederastia sistémica está dispuesta a soportar? Será arrollada por la Historia, la Historia de la Salvación.
La Iglesia peregrina: la del camino, no la del pedestal: La Iglesia peregrina no se avergüenza de ser humana. No teme las dudas como Tomás porque toca las llagas del mundo. No esconde sus errores como Pedro porque ama y repara donde negó. No traiciona su vocación profética como Judas, y en vez de desesperar, se arrepiente.
Es Iglesia de frontera, no de trono; de hospital de campaña, no de museo sagrado, ni de bibliotecas con magisterios perfectos. Va hacia las periferias geográficas, existenciales y eclesiales. No se detiene en triunfalismos ni se hunde en depresiones institucionales. Sabe que la historia no ha terminado: “ni el ojo vio… lo que Dios tiene preparado” (1 Cor 2,9).
“La Iglesia no es un dogma; la Iglesia es un proceso” (Hans Küng); sin embargo, a la Iglesia idealizada no le gustan los procesos. Prefiere la seguridad de lo inmutable, incluso cuando esa seguridad exige negar la realidad. Pero el Reino no es una ideología de poder para encorsetar la realidad; es un proceso de servicio, un dinamismo del Espíritu que siempre nos desinstala. Francisco hablaba de la necesidad de "iniciar procesos" en lugar de "ocupar espacios" para lograr un cambio duradero (50ª Semana Social de los católicos en Italia).
La buena noticia es que la Iglesia idealizada no tiene la última palabra. La Iglesia real, la que peregrina, la que pide perdón, la que escucha a las víctimas, la que integra a los excluidos, la que revisa estructuras, es la Iglesia donde actúa el Espíritu. Ambas existen como el trigo y la cizaña y no creo que nadie tenga una pertenencia químicamente pura a ninguna de las dos. El que no sea cómplice de pecados estructurales que tire la primera piedra.
No necesitamos una Iglesia “perfecta”; necesitamos una Iglesia verdadera. Una que se atreva a ser como Jesús: humilde, servidora, hospitalaria, profética, maternal, pobre con los pobres, libre frente al poder. La esperanza está en esa Iglesia Pueblo de Dios, que camina con los pobres, no en la que se contempla enamorada de su propio reflejo en los palacios clericales y académicos.
poliedroyperiferia@gmail.com
Bibliografía esencial
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