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La sustancia de San José sigue siendo su amor comprometido y kenótico
El camino de San José
En este mundo lleno de guerras, injusticias, odio, abusos, dolor, etc. donde además ya no existen las certezas de antes, San José puede convertirse en una referencia sustancial para caminar el cristianismo del siglo XXI. En medio de la pandemia y tantos problemas mundiales, el año pasado, dedicado a él por primera vez en la historia, pasó como hace 2.000 años: oculto y “sin pena ni gloria”. Es su destino, ser un grano de mostaza que va creciendo sin ruido y teje una asombrosa historia nueva.
José de Nazareth es el ícono de la mayor parte de los hombres de la humanidad que desde el silencio y anonimato transitan por el camino del trabajo y de la familia, ambas primigenias vocaciones dadas en el Génesis al momento de la Creación. En la era de la imagen, en la cual es más importante aparecer que ser, la figura de San José es contracultural e ilumina la humanidad de millones de seres humanos, para que sean personas con dignidad y no masa amorfa de consumidores y excluidos, todos entretenidos por las redes, como ratas yendo al abismo con la música del flautista de Hamelin.
Hay personas cuyas vidas son como un sacramento: signos sensibles y eficaces que nos comunican con la Vida vivificadora de Dios. Es difícil amar en la era del zapping existencial, porque amar es descubrir, comprometerse y anclarse a una historia con un tú, más allá de la dispersión constante de emociones narcisistas. Su vida, sencilla, derecha y toda llena de música, tenía la certeza a largo plazo de lo que había que hacer, aunque tuviera que discernir sobre los medios para llevarlo a cabo en el día a día. Si nos falta el largo plazo, solo nos estamos entreteniendo ansiosamente hasta morir. El “largo plazo” da sentido al corto plazo, lo transforma en ventana de eternidad, le da la densidad de pertenecer a una Historia con sentido.
La sustancia de San José sigue siendo su amor comprometido y kenótico: no se puede asumir tanto amor sin un vaciamiento y desmantelamiento del egoísmo y la vanidad. San José estaba abierto de par en par a la Gracia transformadora y, por lo tanto, plenamente humano, con esa humanidad nueva de los constructores del Reino, aquellos que saben que no son islas perdidas de buenas intenciones, sino que sienten su pertenencia a una Historia y a un Pueblo. Aquellos que saben que más allá del éxito o fracasos personales, visibilidad o invisibilidad mediática, contribuyen con sus vidas a un plan, el del amor de Dios.
Hace pocos días, leía un análisis descarnado de Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de cristianos de Sant’Egidio, sobre la crisis del catolicismo. De confirmarse las tendencias actuales, en 2048 podría celebrarse el último bautizo (habla de Francia); en 2031, el último matrimonio católico, y podría producirse incluso la desaparición por completo de los sacerdotes en 2044. El fantasma que recorre Europa se llama apostasía. Antes, la misión era bautizar a los convertidos; el desafío ahora es convertir a los bautizados, decía. (en El País, 11/3/2022)
Si hay un ámbito por donde comenzar de nuevo, creo que es el del hogar de Nazareth. Si no ponemos la mayor atención en esta realidad primigenia de la familia y el trabajo instituidas por Dios cuando creó al hombre y puntales de la Doctrina Social de la Iglesia, vamos para otro lado. Si los clérigos vivieran más a fondo estas realidades redentoras, tendrían algo más encarnado que anunciar, en vez de estar todo el tiempo apagando los incendios provocados por “renunciar” a ellas por “el reino de los clérigos”, una babélica ilusión religiosa. El sesgo clerical impide ver muchas cosas, aún las más elementales, como todos los sesgos nos aisla e impide ver poliédricamente y llegar a las periferias.
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