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Si viviéramos en algún siglo pasado, esta situación generada por el Covid-19 habría sido calificada como un castigo divino sin ninguna duda. Dios estaría castigando la increencia de la humanidad, su vida licenciosa o su soberbia y arrogancia.
Si viviéramos en algún siglo pasado, esta situación generada por el Covid-19 habría sido calificada como un castigo divino sin ninguna duda. Dios estaría castigando la increencia de la humanidad, su vida licenciosa o su soberbia y arrogancia. La humanidad sería considerada acreedora merecidamente de un correctivo que, en todo caso, Dios habría diferido durante demasiado tiempo, demostrando así su magnanimidad, pues es tardo a la ira y rico en misericordia. Pero, al fin, el castigo habría llegado de la mano de un mal que se ceba en los más ancianos, mostrando con ello que la justicia divina es grande en su sabiduría, pues castiga más severamente a quienes se han granjeado más méritos para el correctivo, y de paso enseña a los jóvenes el camino del arrepentimiento y de la conversión. Al final, la humanidad acabaría aprendiendo la lección, diezmada, pero reforzada en su espíritu.
Ante el miedo generado por el contagio y con una muerte casi segura ante la falta de los medios actuales, el pueblo habría buscado un chivo expiatorio sobre el que descargar su impotencia. Es muy probable que los candidatos habituales se habrían llevado la peor parte: extranjeros, lisiados y gentes de vida extraña. Incluso, quienes no acataran las normas sociales tendrían serios problemas para sobrevivir. No sería de extrañar algún tipo de pogromo que liberara la espita social. Castigados los supuestos vectores de la enfermedad, eliminados los elegidos por la cólera divina, la sociedad resultante sería más fuerte y podría seguir con una vida en fidelidad y justicia.
Si viviéramos en algún siglo pasado, esto se oiría por las calles y en muchos púlpitos, eclesiásticos o académicos, pero vivimos en el siglo XXI y este discurso y razonamiento no tiene cabida. O quizás sí. Quizás, travestido con otros ropajes discursivos, ya eclesiásticos, ya seculares, nos encontramos un mismo razonamiento de fondo: el ser humano ha ido demasiado lejos en su uso de la ciencia y la técnica, ha sobrepasado todos los límites en su abuso de la naturaleza y esta le ha respondido con un acto defensivo que le va a costar caro. La soberbia humana y el hedonismo reinante son el caldo de cultivo perfecto para que este virus se extienda y merme a una población demasiado embotada por un consumo desaforado. Este discurso punitivo New Age está latente en muchas reflexiones, principalmente de corte laicista. Sin embargo, en la Iglesia católica, al menos en su cabeza visible, el Papa Francisco, lo que nos encontramos es justo lo contrario. Este es el momento para cuidarnos unos a otros, para acogernos, para el cariño social y la cercanía humana. Porque Francisco sabe muy bien, como leemos en el evangelio, que el mal no es un castigo divino, sino la ocasión para que se manifieste su misericordia. Y también, la ocasión para que se manifieste la humanidad que constituye a cada ser humano. El mal expresa la necesidad de ser más humanos, más hermanos.
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