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La insólita situación producida por la pandemia del Covid-19 está poniendo en jaque al catolicismo tradicional, basado en la vida sacramental dependiente del sacerdote como casi único modo de vida religiosa. Los sustitutos permitidos como el culto a las imágenes, las procesiones y la vida pía individual han quedado también muy restringidos, corriendo el riesgo incluso, como es el caso de la vida religiosa privada, de desviarse hacia experiencias que rozan la magia.
Entre los cristianos del ámbito protestante lo tienen más fácil, pues llevan varios siglos apreciando la religiosidad individual, la lectura privada de la Biblia o un culto donde la palabra es lo que prevalece, y en tiempos digitales la palabra no tiene fronteras. Pero los católicos tenemos una espiritualidad de comunidad, de los gestos y de los actos. Es necesario estar frente al confesor para recibir el sacramento del perdón, es imprescindible vivir la eucaristía para poder comulgar físicamente, es perentoria entre los católicos la cercanía de las imágenes para que los rezos tengan fuerza.
En el fondo, el catolicismo es una religión del grupo, unido por los sacerdotes, convocado y reunido en un día y un lugar precisos, para celebrar los misterios de la fe, una fe que no tiene el mismo valor si se vive en casa, encerrado, escondido, sin los ritos del grupo.
Se ha intentado suplir esta realidad mediante las eucaristías televisadas, las procesiones en diferido, las oraciones en grupos de Whatsapp o los rezos del Rosario en Skype. Pero nada de esto puede suplir la experiencia física de la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Nada puede suplantar al acto penitente en el templo, ante la imagen o el sacerdote. Todo son sucedáneos, porque durante quince siglos estos elementos se han convertido espuriamente en la esencia del catolicismo.
Hubo un tiempo, al principio del cristianismo, en el que no había sacerdotes y no eran necesarios; donde había dos o más en nombre de Jesús, allí estaba la iglesia de Cristo. Después, hubo un tiempo en el que la Palabra fue ininteligible, nadie hablaba latín, de ahí que se crearon decenas de ritos con gestos físicos que suplieran la carencia.
Llegó la Reforma y dio a los fieles el poder de relacionarse directamente con el misterio, sin mediaciones, pero la Contrarreforma dio una vuelta de tuerca al clericalismo, al centralismo y al triunfalismo eclesiocéntrico. Los fieles católicos no pueden vivir su fe sin la estructura clerical, sin la materia de los sacramentos y sin la palabra derivada del estamento sacerdotal. Estamos ante un momento clave para la comprensión del catolicismo: o somos capaces de eliminar las capas adheridas a nuestra fe espuriamente, o estamos condenados a desaparecer como grupo si esta situación se extiende o se repite habitualmente en el futuro cercano.
El catolicismo no puede ser ni la sumisión al Papa, ni la dependencia del clero, ni la estructura del grupo; debe ser la experiencia de la misericordia de Jesús de Nazaret en medio del mundo. Si esto está, el resto podrá venir por añadidura.
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