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La paternidad y la maternidad no están ceñidas a los procesos biológicos o a las costumbres sociales.
La fuerza del uso, el desgaste que produce y hasta el abuso, nos impide en muchas ocasiones comprender lo que hay detrás y debajo de muchas expresiones que los cristianos, especialmente los católicos, utilizamos. Solemos utilizar la expresión Sagrada familia para referirnos a la familia que formaban Jesús, María y José, sin percatarnos de inmediato de la extrañeza que supone esa expresión cuando la aplicamos al modelo que tradicionalmente hemos considerado como familia católica. Tendemos a pensar que la Sagrada familia es el modelo de la familia católica en especial y de cualquier familia en general. Sin embargo, la familia de Nazaret es cualquier cosa menos una ‘familia tradicional’.
En la familia de Jesús tenemos, si nos atenemos al dogma, una madre virgen, un padre putativo y un hijo… de Dios. En fin, lo que se dice una familia tradicional no es. Según muchos de los que se llenan la boca de defensa de la familia, ni sería una familia. Pero, esa es la familia que la Tradición nos ha marcado como el referente, una familia donde el vínculo está en el amor, no en el honor; en la fe, no en el interés propio; en la esperanza en la intervención de Dios en la historia más allá de las cuestiones biológicas y sociales. En la familia de Nazaret Dios ha mostrado que puede hacer posible lo imposible. Ha mostrado que un padre puede serlo por confianza, no como el mero y simple resultado de un proceso fisiológico; que una madre lo es antes y más allá de las imposiciones patriarcales y que un niño puede ser la más alta expresión de la fuerza humana en la máxima debilidad biológica.
La paternidad y la maternidad no están ceñidas a los procesos biológicos o a las costumbres sociales. Un padre lo es por un acto de voluntad, lo mismo que una madre, conciba como conciba, es una madre legítima más allá de las consideraciones sociales. Cuando José aceptó a María como esposa, a pesar de estar ella embarazada de ‘otro’ (aunque este Otro se deba escribir con mayúscula), hubo de romper con los criterios de honor que entonces y aún hoy, imperan en las sociedades. Como el padre de la parábola conocida como del hijo pródigo, José antepuso el amor al honor, su responsabilidad a la presión social. María, por su parte, aceptó que lo concebido en su seno debía llegar a término y lo vivió como un don y una promesa. En el fondo, toda familia se constituye realmente como un don y una promesa, sin los cuales no hay familia verdaderamente humana, a lo sumo un conjunto de individuos genéticamente semejantes.
En la extraña sagrada familia de Nazaret tenemos el paradigma divino de familia. Una nueva familia donde puede crecer un ser humano nuevo que construya una sociedad de justicia y misericordia. En este modelo familiar no importa quienes son los progenitores ni cómo se produce la concepción, solo importa el modo en el que se asume el don recibido y se expresa en la formación de nuevas relaciones que son la infraestructura del Reino de Dios por el que Jesús morirá a manos del orden social establecido.
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