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No estaría mal poder ver algún día al padre Jorge como obispo emérito de Roma
La temperatura extrema de este verano —el más caluroso en Europa desde que hay datos— no ha detenido el afán reformador del papa Francisco en su noveno año de pontificado. Así, entre julio y septiembre hemos visto al pontífice crear una veintena de nuevos cardenales —un paso más en el proceso de desoccidentalización’ y deseuropeización de la Curia romana— y convocar un consistorio extraordinario para debatir sobre la nueva constitución apostólica, Praedicate Evangelium. Además, ha culminado, como es sabido, dos nuevas peregrinaciones apostólicas: la primera, en julio a Canadá para pedir perdón por los terribles pecados de la Iglesia en aquel país; y la segunda, a Kazajistán, donde ha participado en el “Congreso de líderes de religiones mundiales y tradicionales”.
Si bien todos estos acontecimientos tienen una gran relevancia por cuanto representan una respuesta a los desafíos más inmediatos de la Iglesia universal y su presencia en el mundo actual, lo que más páginas ha llenado durante las últimas semanas han sido los rumores sobre una eventual renuncia del papa argentino. El debate empezó a cobrar intensidad hace poco más de un año a raíz de la operación de colon a la que fue sometido Bergoglio en el hospital Policlínico Gemelli de Roma, y ha aumentado con la lesión de la rodilla del papa y de los pertinentes problemas de movilidad que conlleva.
Pero lo cierto es que una institución, como ha recalcado Francisco, se gobierna con la cabeza y no con las piernas; ya pesar de que hay muchos grupos dentro y fuera de la Iglesia que se esfuerzan por deshacerse de un papa que resulta incómodo por no encajar en el esquema actual de un mundo con tendencias conservadoras e incluso neofascistas, Bergoglio ha dejado claro que, por el momento, no tiene intención de renunciar. Y no lo hará, como dice el periodista y sacerdote Francesc Romeu, mientras viva Benedicto XVI y estemos metidos de lleno en el trabajo del Sínodo sobre la sinodalidad, que culminará en otoño de 2023.
Un periodista israelí preguntó una vez a san Juan Pablo II, durante los últimos años de su pontificado, si había pensado en jubilarse, del mismo modo que sacerdotes y obispos deben poner su cargo a disposición del prelado o del papa al alcanzar la edad de 75 años. “Tendré que buscar a un superior al que presentar la renuncia”, respondió Wojtyla sin inmutarse. Por entonces, la renuncia de un papa era todavía algo bastante improbable. Tanto es así, que en el período transcurrido entre Celestino V y Benedicto XVI todos los papas han muerto como papas. “El miedo a una disgregación de la autoridad era tal que ningún pontífice se atrevió a plantearse un elemento tan moderno como una renuncia, que no es otra cosa que una jubilación", reconoce el historiador Diego Sola, autor de Historia de los papas (Fragmenta, 2022). De modo que el caso del papa Ratzinger, que según Sola fue "absolutamente innovador" renunciando al ministerio petrino en 2013, podría haber sentado un precedente, un cambio de mentalidad frente a un hecho tan normal como es el retiro de una persona, ya sea por edad, enfermedad o cualquier otro tipo de impedimento.
Por tanto, si, llegado el momento, Bergoglio renunciara, no sería ningún drama, como recalcó él mismo en su vuelo de regreso de Canadá. De hecho, no estaría mal, en un futuro más o menos cercano, poder ver al padre Jorge pasando sus últimos días en San Juan de Letrán como obispo emérito de Roma, confesando y gozando de un merecido descanso (¿se imaginan para ustedes una jubilación con más de 85 años?) tras un pontificado al que le sigue imprimiendo un ritmo frenético.
De momento, sin embargo, Bergoglio aún tiene frentes abiertos y le quedan fuerzas. Además, cuenta con el apoyo de su familia religiosa de origen, la Compañía de Jesús, y de la simpatía y el reconocimiento de millones de católicos de todo el mundo que consideran providencial su liderazgo.
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