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Pide a los obispos humildad y servicio, para favorecer "la primavera del Espíritu en nuestra tierra"
Se va Omella. Deja la presidencia de la CEE, aunque siga como arzobispo de Barcelona y miembro del C-9. Se va y los conservadores del episcopado respiran aliviados. En un Ejecutivo por ellos dominado fue, junto al cardenal Osoro, los que imponían mesura, cordura y sintonía abierta con Roma.
Otros (fundamentalmente el sector más abierto) le despiden con cierta decepción. Aún reconociéndole que sirvió de muro de contención ante el rigorismo episcopal, provocó cierta decepción por no plantarse más a menudo, por dejar colar muchos obispos nuevos no abiertamente francisquistas y, sobre todo, por querer ser de “todos, todos, todos”, pero sin marcar claramente el camino y guiar los procesos, como hace Francisco.
La verdad es que Omella supo despegarse de la herencia recibida de Rouco y Blázquez, sin romper con ellos, en una época difícil, marcada por la pandemia del Covid y por la otra terrible pandemia de los abusos del clero. Y con el contrapeso (en este último tema y en otros) de un secretario general como Luis Argüello, que llegó como un perfecto desconocido y se convirtió en un mirlo blanco, que no sólo acompañaba, sino que ejercía su cargo.
No quiso ser presidencialista, como repite siempre, para no parecerse a Rouco y para predicar sinodalidad con el ejemplo. Pero eso conlleva no marcar líneas claras y procesos concretos, asi como perderse en la dinámica del diálogo eterno, que dilata la resolución de los conflictos.
Quizás por eso y para que nadie le pueda acusar de mirar sólo a Francisco, el cardenal Omella tejió su último discurso en torno a documentos y declaraciones de Ratzinger y, sobre todo, el documento ‘Pastores gregis’ de Juan Pablo II. Basándose en él, el todavía presidente no quiso abordar temas de actualidad, como suele ser preceptivo en los discursos de inauguración de las Plenarias, ni presumir de gestión, para centrarse en el ser y en el hacer de sus compañeros de mitra.
A sus hermanos obispo, Omella aconseja varias cosas. La primera, no ser aves de mal agüero, sino “portadores de esperanza y sanación para un mundo herido de violencia, polarización y desigualdad”. Es decir, obispos servidores, porque ser capaces de “transformar este valle de lágrimas en un jardín de Dios es una tarea preciosa”.
Demasiado optimista, a pesar de algunos brotes verdes que surgen en el agostado y secularizado terruño español, Omella cree que estamos asistiendo “a un creciente deseo de vida espiritual y a un redescubrimiento de la oración” o, dicho de otros modo, “a una verdadera primavera del Espíritu Santo en nuestra tierra”.
Y de lo genérico a lo más concreto. Porque, a su juicio, es con esta actitud positiva de servicio con la que los obispos deben abordar las elecciones episcopales, “con un absoluto desprendimiento de nuestros propios intereses y estrategias”.
Sin hacer alardes de los logros conseguidos, sin hacer balances rimbombantes, con la misma humildad con la que llegó, quiso despedirse el cardenal Omella: “Os pido que disculpéis mis errores y sigamos avanzando unidos”. Un guiño evidente a la comunión “cum Petro et sub Petro”. Y una clara advertencia a los obispos de Toledo, en cuyo seno se formaron y ejercen los curas ultras que le desean públicamente la muerte al mismísimo Papa Francisco.
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