Los invito pues a que viajemos a Puerto Berrio, un poblado antioqueño del Magdalena Medio.
Ese río se sabe nuestras historias y nuestra vida, y aunque puede contar tantas cosas lindas, se ha visto obligado a relatarnos la muerte.
Hace ya muchos años, dicen que más de treinta, los porteños empezaron a ver cadáveres flotando en el río. Los grupos armados les prohibían sacar los muertos del río y darles “cristiana sepultura”.
Se llenaron de valor y comenzaron a desafiar a los violentos. Su religiosidad los llevó a resistir y a no dejarse dominar por el necro-poder que quería imponerse. Y arriesgando su vida, compadecidos de estos “espíritus” que necesitaban descanso, se decidieron a traerse los cadáveres al cementerio e inhumarlos, como amerita que se sepulte a un cristiano.
Esas historias, esos rescates del agua y del olvido... querían expresar verdades más hondas, más allá de la letra y del rigor: la certeza de que Dios cuida de todos y que la arbitrariedad de los malos no podía ni puede ser la última palabra.
Era el modo de resistir, de vivir esta guerra sin sentido, de hallar razones para ir adelante, para no dejar morir a los muertos