La mercantilización de las experiencias es un fenómeno que ocurre cuando las vivencias y emociones se convierten en productos comerciales. Transforma aspectos intangibles de la vida, en algo que se puede comprar, vender y por sobre todas las cosas: mostrar. Porque la imagen es hoy superior a la realidad y es para ocultarla, degradarla, ridiculizarla.
Lamentamos la trágica muerte de los tripulantes del exótico submarino que buscaban la “experiencia” de ver el Titanic. Pero también proliferan excéntricos viajes de millonarios como subir al Everest o ir al espacio, que acaban generando problemas. Convierten actividades en “consumos ostentosos” a través de los cuales, los dueños de este mundo, no conformes con una vida alejada del 80% del género humano y a costa de él, se pavonean con tales derroches. Se consume para presumir, no para cubrir necesidades reales: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Eclesiastés 1).
La mercantilización de las experiencias oculta las verdaderas experiencias de la vida humana, las que tienen que tienen que ver con el encuentro y el cuidado entre los humanos, con Dios y la naturaleza.
La experiencia de la fe, que cuando es auténtica y no reductible al templo de los mercaderes, nos da la posibilidad de una vida más humana, con más sentido, de un tejido social más solidario y desenmascara la superficialidad de las estructuras del pecado que todo lo mercantilizan.