Jesús no actúa desde el poder, sino desde la compasión encarnada, un Corazón que ve más allá. Rechaza la exclusión del "que cada uno se las arregle como pueda" (despedir a la multitud hambrienta) con una orden solidaria: “Dadles vosotros de comer”. Este gesto es una reestructuración de la lógica económica: cuando se comparte, alcanza para todos. Es la señal sacramental del Reino que comienza aquí y ahora, en la mesa compartida.
Jesús proclama bienaventurados a los que tienen hambre y maldice a los saciados (Lucas 6). Su mensaje, incómodo y disruptivo, es un juicio continuo contra toda estructura que perpetúe la desigualdad que hambrea. La fe que no se conmueve ante el sufrimiento, que no se moviliza ante la injusticia, es una parodia del Evangelio, una traición al Dios que se hizo carne en los crucificados de la historia.
Cuando el Evangelio se lee desde el poder, se convierte en ideología clerical. Cuando se proclama desde el sufrimiento, se vuelve profecía liberadora... El clericalismo, como estructura de poder, abandona la lógica del servicio y se obsesiona por defender su statu quo sacralizado.
“Tuve hambre y no me diste de comer” (Mateo 25). El juicio final no será sobre dogmas ni ritos ni piedades, sino sobre pan compartido. Jesús nos sitúa ante la opción fundamental: ser discípulos multiplicadores o Epulones acumuladores. No basta hablar de los pobres; es urgente hacerse pan.