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"Si es que de verdad queremos ser ciudadanos de una pieza: que los últimos sean los primeros"
Mucha gente está convencida de que lo importante en este momento es la política, mientras que la religión cada día pinta menos. De ahí que, a la ciudadanía, lo que le interesa es lo que hacen los políticos. Lo que hagan o digan los curas (y sus devotos) importa menos o incluso nada, a no ser que se trate de escándalos o abusos de curas sin escrúpulos.
Esta manera de ver la realidad parece indiscutible. Y efectivamente todo esto resulta indiscutible para quienes se limitan a ver la realidad de la manera más superficial que se puede ver. Porque el hecho es que las relaciones entre política y religión son bastante más complicadas de lo que bastante gente se imagina.
Me explico. Una cosa es “practicar” la religión. Y otra cosa es “utilizar” la religión. Un político (ya que de política estamos hablando) puede ir a misa todos los domingos, puede ser amigo de curas y obispos, puede rezar a los santos y hacer otras prácticas por el estilo, que, sin duda alguna, son cosas loables y ejemplares. Pero también puede ocurrir que el político de misas, rezos y santos, sea un embustero y un corrupto, que insulta a todo el que no piensa como él y que, por supuesto, se afana por ocupar una poltrona desde la que manda y se impone a los demás. Es evidente que este individuo “practica” la religión, pero también la “utiliza”. Más aún, “practica” lo que le conviene, para obtener lo que le rinde mayor “utilidad”.
Y conste que esto se suele hacer –de forma más o menos consciente – lo mismo en los despachos de los políticos que en las sacristías y celdas de parroquias y conventos.
Por eso, si es que de verdad queremos ser ciudadanos de una pieza, en lugar de hacernos tanto daño fomentando el odio, la mentira y el insulto, tendríamos que repetir, sin cansarnos, lo que tantas veces repite el Evangelio: que “los últimos serán los primeros” (Mc 10, 31; Mt 19, 30). Si este criterio se pusiera en práctica, no por “vagancia” de unos o por “pietismo” de otros, sino por la convicción de quienes fueran de verdad educados, para buscar el mayor bien de todos, sin duda alguna llegaríamos a vivir en una sociedad en la que, sin duda alguna, habría menos sufrimiento y una felicidad más y mejor compartida.
Por esto, sin duda alguna, una de las cosas que más me llaman la atención, cuando me pongo a leer el Evangelio, es la cantidad de relatos en los que Jesús reprende machaconamente a sus discípulos más íntimos, por la cantidad de veces que aquellos hombres discutían cuál de ellos era “el más importante” (Mc 9, 33-37; Mt 18, 1-5; Lc 9, 46-48) o quiénes tenían que “ocupar los primeros puestos” (Mc 10, 35-41; Mt 20, 20-28; Lc 22, 25-26). Lo mismo que cuando denuncia la ambición de escribas y fariseos por la ambición de estar y aparecer como los más famosos (Mc 12, 38-40; Mt 23, 1-36; Lc 20, 45-47).
Insisto en que todo esto no representa ni creencias celestiales, ni piedades de gente beata. Es algo mucho más serio. Y más profundo. Porque toca el fondo mismo de la vida. Ese fondo oscuro que todos llevamos en nuestra intimidad más honda. El fondo que, más que gente religiosa, nos hace personas honestas y cabales, que toda persona honrada vería con gusto ocupando los cargos con más responsabilidad.
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