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Los políticos gobiernan. Los predicadores exhortan. En teoría, la cosa es así. En la práctica, sabemos que muchas veces se producen deslizamientos, del gobierno a la predicación. O al revés, sabemos que abundan los predicadores que, en lugar de exhortar, se dedican a mandar.
Por eso no es raro ver, en el hemiciclo de las Cortes, a parlamentarios que, en lugar de decidir lo que conviene al bien de la ciudadanía (argumentando debidamente lo que deciden), se dedican a pronunciar auténticos sermones, con sus promesas y amenazas, como corresponde a un buen predicador. Y si, en lugar de irte al Parlamento, te vas a la catedral o a la parroquia, es posible que te encuentres al clérigo de turno imponiendo obligaciones o prohibiendo libertades, que, de hacerle caso, la feligresía saldría de la iglesia con la cabeza gacha y el ánimo encogido, suave y humilde, como el que es llevado en el furgón de Alcalá-Meco.
Pero, si vamos al fondo del problema, el peligro más serio, que amenaza a políticos y predicadores, no está en que intercambien los papeles. Lo más grave, que les amenaza a todos, es la hipocresía. Algo en que casi nadie piensa, pero en lo que incurrimos casi todos con demasiada frecuencia. Y no se piense que lo de la “hipocresía” es cosa baladí. ¡Qué va! Nada de eso. La “hypokrisis”, de la que hablaban los griegos, pertenece originalmente al lenguaje teatral. De forma que “la representación teatral” terminó por significar (en sentido negativo) “hipocresía” (U. Wilckens). De ahí que el verbo “hykrynomai” significa “representar un papel”.
Pues bien, así las cosas, esto nos lleva a pensar que políticos y predicadores son personajes que tienen que andar haciendo auténticos equilibrios, para no terminar siendo “hipócritas comediantes”, que van por la vida representando “el gran teatro del mundo”. Individuos que, si no son heroicamente auténticos, acaban siendo artistas de la mentira, la corrupción y el engaño. Y destaco el heroísmo de autenticidad que necesitan quienes se dedican a la representación de lo que nos conviene a los “ciudadanos” y a los “creyentes”.
En el caso de los políticos, la tentación es fuerte, demasiado fuerte. Porque el poder y el dinero tienen una fuerza de seducción a la que no es fácil resistir con la integridad que está en juego cuando lo que se decide son los derechos, la dignidad, la salud, la cultura… de la sociedad entera. Y en el caso de los predicadores, la tentación del poder y del dinero (que también en ellos está presente) se acrecienta con otra tentación, la fidelidad a fórmulas “dogmáticas”, que fueron necesarias y se vieron como intocables en tiempos remotos. Hay “dogmas”, que fueron apremiantes hace quince siglos, pero que hoy ya, ni se entienden, ni interesan como no se haga de ellos la debida y necesaria hermenéutica (interpretación). Pero eso justamente es lo que hace que el predicador de turno hable desde una “intemporalidad”, que les ofrece a los pacientes fieles unos temas y un lenguaje que pudo interesar hace mil quinientos años, pero que ahora ni se entiende, ni interesa, ni responde a las necesidades que hoy tenemos y al lenguaje con el que nos comunicamos.
Consecuencia: políticos y predicadores han perdido, casi todos, su credibilidad. ¿Quién se fía hoy de lo que se dice en el parlamento o en la catedral? A lo más que llegamos es a que los políticos se alíen con los “novios de la muerte”. Así, política y religión interesan como noticia. Pero más de eso, ¿para qué? O ¿a quién?
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