Reflexiones sobre la película “Los domingos”
Me pregunto por qué se asocia más con espiritualidad un monasterio de célibes en clausura que una vocación o un movimiento de acción eco-feminista y socialista
He visto con mucho interés y no poca incomodidad la película Los domingosLos domingos, dirigida por Alauda Ruiz de Azúa, autora del guión. Una gran película, recientemente galardonada con la Concha de Oro del Festival de Cine de San Sebastián. Cuenta la historia –real– de Ainara, que a sus 17 años se siente fuertemente llamada por Dios a ser monja de clausura y a entregarse entera y exclusivamente al amor divino. Su deseo provoca cierta condescendencia –no exenta de interés económico– por parte de su padre Iñaki y el rechazo intransigente y airado de su tía Maite.
Algunos analistas, sobre todo entre los más próximos a la institución católica, saludan este filme –o el álbum Lux de Rosalía o el libro Sobre Dios. Pensar con Simone Weil del exitoso Byung Chul Han– como signo del “retorno espiritual” que se estaría dando hoy en nuestra sociedad moderna tan convulsa y desorientada. Depende de lo que entendamos por espiritual. Me pregunto por qué se asocia más con espiritualidad un monasterio de célibes en clausura que una vocación o un movimiento de acción eco-feminista y socialista.
Un conocido obispo va mucho más allá. Afirma que “en tiempos en los que la fe suele caricaturizarse, esta película es un soplo de aire fresco”, “presta un gran servicio frente a las teorías de la sospecha” hacia la vida religiosa, “hace un bien enorme a los jóvenes”. Se muestra incapaz de aplaudir la película sin bautizarla, ni de bautizarla sin agredir y condenar al personaje de Maite, la tía de Ainara, “marcada –dictamina el obispo– por el ateísmo militante y el rechazo al hecho religioso”. Maite refleja una “frustración vital”, señala el obispo, y se pregunta si “no será que esta mujer, que no ha sabido amar, siente envidia del amor puro que ve en su sobrina”. Típica deriva y conducta clerical: canoniza media película y anatematiza la otra mitad. Flaco favor para la película y su inspirada y respetuosa directora.
Considero, en efecto, que una de las grandes virtudes de esta obra de arte es que plasma con gran fuerza y belleza, y con mucha honestidad, la historia real de una adolescente atrapada entre dos mundos ideológicos cerrados: el mundo “religioso” y el mundo “antirreligioso”. Dos bloques que en ningún momento a lo largo de la película dialogan de verdad, sino que se limitan a defender sus respectivas convicciones como verdad absoluta, impermeable a la búsqueda y a la verdad del otro. Me centraré en esta cuestión, analizando no tanto los personajes concretos sino los estereotipos que me sugieren.
Maite, la tía de Ainara, está absolutamente segura de que la búsqueda religiosa y el deseo del amor de Dios de su querida sobrina no tienen valor alguno. Son simplemente alienación y mentira, fruto de su psicología de adolescente huérfana (de madre), sensible y herida, y, sobre todo, producto de la manipulación de que ha sido objeto por parte del colegio de monjas donde estudia, por parte del joven sacerdote que en calidad de director espiritual discierne y certifica la autenticidad de su vocación, y por parte de la priora del monasterio, deseosa de recibirla en su comunidad. ¿Solo eso? ¿Maite, todas las Maites, no serán también, víctimas de prejuicios? ¿No merece Ainara, todas las Ainaras, más atención y cuidado, más delicadeza y respeto, más honda empatía, por parte de su tía y de esta sociedad nuestra irritada? En el fondo de su búsqueda, con todas sus ambigüedades y sombras, ¿no se ocultará un anhelo verdadero más grande que toda carrera y negocio, el anhelo de infinito que mueve al corazón humano y a todos los seres?
Dos caricaturas, religiosa la una, antirreligiosa la otra. Dos fundamentalismos dogmáticos sin comunicación ni diálogo posible, de los que Ainara es la víctima principal en la triste historia de “Los domingos"
Aun más inquebrantable es la certeza de la institución religiosa, pues tiene por garante al mismísimo Dios, y pretende saber dónde se manifiesta Dios: habla, sí, en el fondo de cada persona humana, como en el delicado corazón de Ainara, pero el discernimiento seguro y la última palabra sobre lo que Dios dice y quiere no la tiene ni Ainara ni nadie, sino la Iglesia jerárquica instituida por Jesús y asistida por el Espíritu Santo de la verdad y del amor, desde el papa y el obispo hasta el “padre Txema”. Ellos saben que Dios llama a unos más bien que a otros, y solo ellos saben, en último término, a quién elige enteramente para sí y a quién no, y saben también que el celibato es la condición y el sello carnal de esa pertenencia plena y exclusiva a Dios. Si al padre Txema o a la priora del monasterio les preguntamos por qué, nos responderán con el argumento que oímos en la película: “La fe es un regalo que se recibe o no se recibe. Y esto es cuestión de fe”. Perfecto razonamiento circular, redonda petición de principio: “Por la fe sabemos que la fe es verdad”. Sabemos que Dios escoge a unos para sí en exclusiva porque lo dice la Biblia que es palabra de Dios. ¿Por qué lo sabemos? Porque lo enseña la Iglesia, y la Iglesia no puede mentir porque en ella habla Dios.
Dos caricaturas, religiosa la una, antirreligiosa la otra. Dos fundamentalismos dogmáticos sin comunicación ni diálogo posible, de los que Ainara es la víctima principal en la triste historia de Los domingos. Ambos fundamentalismos se alimentan recíprocamente tanto como se contraponen, y nunca se encuentran de veras, ciegos para reconocerse en el fondo de su herida común. Y junto con todos los demás fundamentalismos –económicos, tecnológicos, políticos– ahondan nuestro desarraigo general y nos conducen a un naufragio global.
La directora de esta película no toma partido ni llama a hacerlo, sino que describe los hechos con nitidez e invita resueltamente a los espectadores a abrirse, mirarse, escucharse, dialogar. A dialogar desde la conciencia profunda de la ambigüedad de todas convicciones y opciones, desde la interpelación rigurosa y la humildad respetuosa, desde la confianza vacilante y necesaria en el otro, en el ser humano, en la realidad misteriosa de lo infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande. Nos jugamos nuestro futuro común planetario.
Y me atrevería a decir que las instituciones religiosas en general y la institución jerárquica católica en particular tienen una mayor responsabilidad. ¿No saben todavía que el ateísmo es producto histórico necesario del teísmo predominante en los grandes monoteísmos (judaísmo, cristianismo, islam)? ¿No siguen llamando “Dios” a sus miedos? ¿No lo defienden a ciegas para mantener su poder y privilegios? ¿No observan que la imagen de un Dios ente soberano y arbitrario a imagen humana –que escoge a unos en lugar de a otros y exige la renuncia a las relaciones sexuales como condición de pertenencia exclusiva a Él– ha sido superada desde hace milenios en todas las tradiciones místicas, también en el cristianismo, y que hoy se ha vuelto simplemente absurda, y que el desplome de los seminarios y de los monasterios no se debe a la insensibilidad espiritual de los jóvenes, sino a las radicales transformaciones culturales que vivimos?
El arraigo y el respiro profundo –personal, social, político– de los que tan faltos andamos nos apremian. Nos instan a ser libres de dogmas y prejuicios, a reconocer la sombra y la luz de las que todos estamos hechos, a dejarnos guiar por el deseo universal más hondo. El Aliento o la Presencia amorosa nos habita y nos llama por igual a todos los seres, se revela por igual en el misterio del átomo y del universo infinito, está en eterna Navidad y en eterno Adviento en el corazón de cuanto existe. Todos los seres la podemos encarnar para nuestra común alegría de ser.