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Reza y calla el papa en Auschwitz

Reza y calla el papa en Auschwitz. No me importa volver a recordarlo aquí con el poema que escribí tras mi visita a aquellos espacios innombrables, malditos.

A veces un viaje puede llevarte a las tinieblas. La historia de la humanidad, aun la más reciente, guarda rincones oscuros donde se casan y cohabitan el hedor y la muerte. Viajar a Polonia y no ver Auschwitz es no haber estado en ese bello país ni haber conocido una de las páginas más negras de su atormentada historia y de la reciente historia del pueblo judío y de Europa. El campo de concentración nazi queda aún en pie con todo el horror de sus recuerdos.

Este pobre poeta se detuvo también y rezó en la celda del mártir Maximiliano Kolbe. Vio allí la placa que recordaba su muerte elegida al intercambiarse en la diezma con un esposo y padre de familia. Más tarde, en Czestochowa, vio se fotografía de presidiario, en taje de rayas, como retablo del altar dedicado a su memoria.

El poeta recorrió los barracones y reparó en los restos que se muestran tras las vitrinas. Pero su dolor le crece cuando contempla la serie de fotografías de los prisioneros que cuelgan en una de las paredes. Son fotos de carné, para el registro oficioso de los burócratas del crimen. Son fotos iguales y diferentes en las que cada uno abre los ojos desorbitados y mira como puede a su desolación y a su propia muerte cercana.

AUSCHWITZ

Son pozos y pezuñas del recuerdo, y tantos

que apestan salas lúgubres, barrados barracones,

sótanos del hedor (...).

Al visitante se le irguió el asombro

ante el pelo arrancado a los cautivos,

olió el aire ya parado en el tiempo.

Cómo hubiera besado uno por uno

los cacharros humildes que tocaron sus manos;

hubiera recompuesto, relimpiado

y vuelto transparentes

las arrancadas gafas que los dejaron ciegos.

Tanta presencia aún, tanto dolido bulto

para la vista, el olor y el tacto

hacen vivo el tormento, nueva la llamarada.

Fuera perdura, truena

alzado el paredón, crepita y se remuerde

la conciencia del horno crematorio.

Pero ¿dónde están ellos?,

¿dónde sus limpios huesos?,

¿dónde el olor de holocausto de su carne abrasada?,

¿qué ciega dirección señalaron los vientos

que barrieron gimiendo sus cenizas?

Ellos están aquí. Y no están.

Está el olor. Está el horror... Y están también sus ojos.

Fijos están mirando como entonces

cuando el esbirro los enfrentó a la cámara,

con látigo de flash y fogonazo dijo: “Ábrelos bien, esclavo”.

Y de ahí ahora esta inmóvil colección onírica

de los ojos sin órbitas, abiertos para siempre.

Hay ojos tristes, como ya caídos

hasta el último agujero de la muerte.

Y hay ojos asombrados como soles de espanto.

Ojos abiertos en retadora furia

que acaso sólo pudo estallar un instante

convertido por la fotografía

en adelanto de la furia eterna.

En otros ojos cae la luz en la fatiga

de un astro que va muerto hacia el ocaso.

Pero todos los ojos

ciegan de dignidad a quien los mira

y juntos forman

una constelación acusadora, altiva,

vía de luz para la noche caminante del hombre.

Aún se pregunta el visitante

cómo la obcecación de los verdugos

les pudo perdonar estos ojos

dejar en ellos, en mirada póstuma,

este cielo de soles que en las tinieblas deja

el espacio glacial de quienes pretendieron

exterminar la luz, romper sus huesos, descoyuntar

la ternura del alba.

Queda el horror. Quedan también los ojos.

(Julio 2004)

(Obra poética, p. 550).

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