La crisis del suicidio sacerdotal no es simplemente un problema psicológico individual, sino el síntoma de un sistema eclesial que sacrifica humanidad en nombre de espiritualismos desencarnados. El sufrimiento de los ministros ha sido siempre invisibilizado, culpabilizado y ahora, “psico-patologizado”, en vez de entendido como fruto de una estructura que idolatra el sacrificio y niega el cuidado.
El modelo clerical dominante impone exigencias inhumanas bajo el disfraz de virtud: soledad obligatoria, perfección sin descanso, santidad sin vínculos reales, misticismo desencarnado. Este sistema convierte el celibato en una cadena más que en un carisma, negando al sacerdote su derecho a la amistad, la familia y la vulnerabilidad básica que todo ser humano necesita.
Esta espiritualidad distorsionada transforma la misión en una carga aplastante, donde los sacerdotes no son acompañados, sino explotados. La paradoja de ser reverenciados en público, pero abandonados en privado revela un modelo pastoral roto. En este contexto, no sorprende que el suicidio sea más frecuente entre ellos que en la población general.
La sanación solo será posible si se reforma radicalmente el sistema: no basta con dar contención emocional ni tratamientos psicológicos, es necesario reevaluar la obligatoriedad del celibato, desmontar el clericalismo y recuperar una espiritualidad encarnada. Jesús vivió en comunidad, lloró, pidió ayuda. Sus ministros deben poder hacer lo mismo, sin culpa ni castigo, ni amputaciones angélicas.