La sinodalidad es más que una reforma decorativa, es una transformación teológica radical para la Iglesia del siglo XXI. Exige descolonizar su ser, desmantelando el clericalismo como forma de poder sacralizado que niega la corresponsabilidad del Pueblo de Dios. Solo una Iglesia que se reconozca como comunidad diversa y en camino, no como élite sagrada, podrá ser signo y misión, creíble e imitable en un mundo herido y fragmentado.
El actual contexto cultural —marcado por el individualismo neoliberal y la tecnocracia—ha vaciado de contenido el concepto de “pueblo”, reduciéndolo a suma de individuos o bandera ideológica. Esto afecta también a la Iglesia, que reproduce estructuras clericales verticales y excluyentes. Pero la sinodalidad recupera la antropología relacional del cristianismo, imagen de la Trinidad, que solo se realiza en comunión y participación activa.
El clericalismo es el colonialismo interno que infantiliza al laicado, convierte los sacramentos en herramientas de control y anula la dimensión profética de la fe. Se sustenta en un poder religioso que niega la participación de mujeres, sacerdotes casados, pobres y comunidades oprimidas, perpetuando estructuras de dominación disfrazadas de espiritualidad. La sinodalidad, en cambio, implica reformas estructurales y culturales
El Kairós sinodal es el “llamado del Espíritu”, Iglesia que abraza la pobreza evangélica de una comunidad en salida, profética y servidora, o perecerá de irrelevancia como institución al servicio de los privilegios clericales. La sinodalidad no es una estrategia pastoral más, sino el rostro eclesial del Evangelio hoy. Solo una Iglesia que camine con el pueblo, escuche desde las periferias y abrace la corresponsabilidad podrá ser sacramento vivo de unidad para la humanidad.